LA BARBERÍA DE “CANDELA”. Por Hugo J. Byrne.
Cuando pasé de la adolescencia a la primera fase de mi vida adulta, aún vivía en mi natal Matanzas y todavía me cortaba el pelo en la barbería de “Candela”. Ese era el sobrenombre del barbero dueño del establecimiento. Su nombre real era Candelario y suplico el perdón de los lectores por no recordar su apellido.
Candelario era un hombrecito sanguíneo, sociable y hablador. Era el típico personaje central en las legendarias tertulias de barbería, que a su vez constituían una diversión insustituible para la vida social de la soñolienta Matanzas de mi temprana juventud, una población de quizás cincuenta o sesenta mil habitantes a principios de los años cincuenta.
Quienes hayan llegado a mi edad y vivido en la Cuba provincial que evoco, de seguro recordarán lo entretenidas (o dramáticas) que solían ser las discusiones de barbería, fueran o no de índole política. Para el testarudo “Candela” no existían términos medios. Nunca subestimó su capacidad para convencer a cualquiera de cualquier cosa. Podía fácilmente darnos una conferencia sobre como bajar de peso y fortalecer los músculos abdominales, a pesar de que portaba una barriga impresionante, o proponernos la compra de un líquido infalible para detener la caída del cabello, sin parar mientes en que él mismo se estaba quedando tan pelón como el proverbial mingo.
Una de las experiencias más desagradables de mi juventud fue cuando Candelario decidiera terciar con energía en una animada discusión mientras me cortaba el pelo. Su mano derecha portaba la tijera y ésta cortaba indistintamente pelo o aire, produciendo un angustioso y rítmico clic, que semejaba el ruido de una máquina operada electrónicamente.
Con frecuencia esa tijera se separaba bruscamente de mi cabeza para enfatizar una afirmación rotunda de “Candela” y apuntaba, bien al interlocutor, al cielo raso, o al piso. En una oportunidad observé con terror en el espejo que su mirada se dirigía frecuentemente al otro, mientras continuaba pelándome sin inmutarse.
Cuando al final terminó su faena y pude constatar ante el espejo que mis orejas permanecían sólidamente conectadas al resto de mi anatomía, di las gracias infinitas al Todopoderoso por efectuar un milagro. Más sorprendente aún era la total ausencia de “cucarachas”, como usualmente llamaban en Cuba a los tijeretazos profundos en el pelo.
Cuando pienso en fanatismo político viene “Candela” inexorablemente a mi memoria. Candelario era definitivamente batistiano.
Desde que tengo uso de razón aprendí que toda filiación, o simpatía política debe responder a un proceso intelectual. Tengo un criterio muy privado y firme sobre la tendencia política que respaldo y esta no consiste en seguir a un caudillo. Batista, por razones harto conocidas de los lectores, no era “santo de mi devoción”. Sin embargo, debí haberme conducido con más prudencia. Cometí la indiscreción de preguntarle a Candelario sus motivos. ¡La tonta curiosidad! Aquí hay otra laguna en mi memoria sobre Candelario: no recuerdo su respuesta y, en consecuencia, probablemente no debe haberme impresionado.
Cuando el ritmo constitucional cubano se viera interrumpido por la aventura de trágicas consecuencias del golpe militar de marzo de 1952, Candelario colocó en lugar prominente de su barbería un enorme retrato de Batista, con el siguiente pie de grabado: “Mayor General Fulgencio Batista y Parrato”. No cabe duda que Candelario tenía derecho a demostrar sus simpatías políticas en cualquier forma que lo estimara conveniente.
Sin embargo, ¿tenía sentido práctico proclamar ese grado de partidarismo político públicamente en un negocio privado, cuando tales negocios eran todavía legales en Cuba? Evidentemente el pelo le crece a todo el mundo: liberales, conservadores, republicanos, demócratas, católicos, protestantes, judíos, budistas, batistianos o sus oponentes eran eventualmente candidatos a clientes del barbero.
No obstante, “Candela” decidió quemar sus naves en holocausto a una causa de muy dudosa popularidad. Al final, el presunto “Pa’rrato” duró menos de siete años. Apostar públicamente a quien pierde la carrera suele tener consecuencias negativas.
En 1953 me mudé para La Habana junto con mis padres. Mi hermano mayor ya cursaba el segundo año de la carrera de leyes en la Universidad de La Habana y un servidor matricularía el primero de arquitectura en el mismo plantel al año siguiente. Al cerrarse la Universidad en diciembre de 1956 ingresé de lleno y permanentemente en la fuerza laboral hasta mi retiro definitivo en el 2003 (con una breve interrupción por el exilio a Estados Unidos en 1961 y el servicio militar voluntario en el Ejército de U.S.A. en 1963).
No supe más de “Candela” desde 1953 hasta cuando regresé a Matanzas para contraer matrimonio en diciembre de 1959. Entonces me enteré de que su suerte no había cambiado durante los años que transcurrieran entre marzo del 52 y enero del 59: partidario irreductible de Batista sin esperar nada a cambio de su devoción, “Candela” siguió cortando pelos y discutiendo con sus clientes sin descanso hasta la llegada de Castro. ¡Qué poco imaginaba el pobre barbero que este último y mucho más cruel tirano sí se establecería “pa’rrato”.
Rodando por la calle Ayuntamiento frente a su barbería en 1959 contemplé con nostalgia la acera y los portales que tan frecuentemente había recorrido a pie hasta sólo seis años antes. Durante esos años formativos desarrollé carácter y aprendí a observar la vida: de pie, bajo la enrollada cortina metálica de la entrada de su vacío salón estaba “Candela”, oteando en todas direcciones.
Su mirada perdida se cruzó brevemente con la mía, pero estoy seguro que no me reconoció. Calculo que en esa época tendría aproximadamente unos sesenta y cinco años, pero aparentaba ochenta y cinco. El poco pelo que le quedaba era blanco. Su rostro antes siempre rojo y sonriente, ahora era serio, pálido y desencajado. La barriga había desaparecido junto al gran retrato de Batista y no creo que esto fuera el resultado de los ejercicios que antaño recomendaba. Toda su figura semejaba la de un viajero que de súbito se encuentra en un paraje que le es totalmente extraño u hostil, o la de un espíritu joven, quien se percata de golpe de su vejez cronológica.
No sé lo que sería de “Candela” ni donde descansan sus huesos. En vano indagué por su paradero. No obstante, siempre lo recuerdo con pena y simpatía. Ese barbero era un personaje entrañablemente digno de usarse como ejemplo al aforismo de Ortega: víctima de sí mismo y de su ingrata circunstancia.
hugojbyrne@aol.com
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