EL PRIMER REBELDE DEL IDIOMA CASTELLANO Por Hugo J. Byrne
“Yo soy aquel que-vedó a los moros que aquí entraran, Y que de aquí se largaran, porque así lo mandé yo” (Leyenda en el escudo heráldico de los Quevedo)
Después de una misa y en la semipenumbra de los bancos de la Iglesia de San Martín en Madrid, durante la primera década del siglo XVII, una devota rezaba. De súbito, un hombre bien vestido se le abalanzó a la dama y sin que mediaran palabras empezó a abofetearla sin piedad. Otro feligrés indignado por el abuso intervino con violencia, agarrando al agresor sin miramientos y arrastrándolo fuera de la iglesia en medio de la conmoción general.
Quien tan gallardamente actuaba era un individuo de aspecto físico desagradable: rechoncho, mal encavado, con un pie deforme y gruesas gafas agarradas a presión a su nariz. En el instante mismo en que puso el pie en la calle, el desgarbado personaje desenvainó su espada, poniéndose delante del otro en posición de guardia, con una destreza, rapidez y elasticidad que contrastaban con su extraña fisonomía. Entonces conminó al contrario a defenderse o prepararse a morir.
El asaltante palideció al identificar a quien así lo desafiaba, pero sin tener otra alternativa se aprestó al forzado duelo. El encuentro duró menos tiempo que el amable lector necesita para leer este párrafo, culminando con el abusador traspasado por el acero de su desgarbado oponente. El herido expiró pocos minutos después.
La violencia impulsiva, aunque sea inspirada por hidalguía y honor, siempre acarrea consecuencias graves. La víctima era persona de considerable influencia política y el duelista homicida se vio en la necesidad de buscar refugio en el palacio de su amigo y mentor, Don Pedro Téllez y Girón, Tercer Duque de Osuna.
No era ciertamente el primer lance de honor para Francisco de Quevedo, quien había adquirido renombre nacional como espadachín y hombre de coraje al derrotar y ridiculizar al colega escritor y maestro esgrimista, Don Luís Pacheco de Narváez. No sólo Quevedo le arrebató el sombrero a Pacheco con un golpe de su espada, sino que se quedó con él como trofeo de combate, escribiendo una parodia del duelo en su famosa obra satírica “Vida del Buscón”. La enemistad entre Pacheco y Quevedo duró de por vida.
Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas nació en Madrid en 1580, retoño de una pudiente familia cortesana. Obtuvo su educación elemental en La Escuela Imperial de Madrid, dirigida por sacerdotes Jesuitas y más tarde recibió educación superior en la Universidad de Alcalá de Henares.
Estudió con gran éxito filosofía, hebreo, arábigo, italiano y francés. Era poseedor de una cultura vastísima. Madre natura lo bendijo con un intelecto de primera clase y lo castigó con un pie retorcido, una fuerte tendencia a la obesidad y una miopía terrible que compensaba con unas gruesas gafas de aro negro y presilla en la nariz (“pinz-nez”).
Las gafas de Quevedo fueron tan notorias que influenciaron la lengua castellana, aceptándose “quevedos” como sinónimo de ellas. Quevedo sufría mucho por su figura desgarbada y ese sufrimiento lo convirtió desde joven en un hombre irascible y taciturno.
Contándose entre los escritores más afamados del llamado Siglo de Oro de la lengua castellana, prolífico autor de más de 900 poemas y otras muchas obras en prosa, Quevedo gozó de la amistad de otros gigantes del idioma español como Miguel de Cervantes y Lope de Vega, pero fue notorio por sus burlas hacia el dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón y sobre todo por su mutua rivalidad y antipatía con el poeta Luís de Góngora, cuyo agresivo, formidable apéndice nasal, inmortalizara en su famoso soneto satírico “A una nariz”.
Quevedo acusaba a Góngora de ser mal sacerdote, jugador, poeta sucio y homosexual. Por su parte Góngora se hizo eco de los fuertes rumores circulantes sobre la notoria afición de Quevedo por las prostitutas y el alcohol, afirmando que su verdadero apellido no era Quevedo, sino “¿Qué bebo?”
Hombre de acción, involucrado profundamente en la política de España en su tiempo y con un concepto casi religioso del honor y la lealtad, Quevedo vio su suerte íntimamente ligada a la de su amigo y protector, el Duque de Osuna. Más de una vez los vaivenes políticos lo hicieron sufrir prisión, exilio y la peligrosa ojeriza de personajes muy poderosos en la Corte de España, como el notorio y vengativo Conde-Duque de Olivares.
A la salida de su último confinamiento en 1643, arruinada su salud y totalmente devastado su peculio, Quevedo buscó descanso de la lid en el monasterio dominico de Villanueva de los Infantes, donde expiró dos años después.
A pesar de sus errores y pasiones, Quevedo permanece en la historia de la literatura castellana, no sólo como su más notable autor de prosa y poesía satíricas, sino que fue también un implacable crítico de la sociedad de su tiempo. Como moralista fustigó sin tregua todo cuanto consideraba costumbres frívolas de sus compatriotas, incluyendo la práctica de lo que veía como un atavismo bárbaro: las corridas de toros.
Complemento a su talla intelectual y artística, Quevedo fue un temible espadachín, fieramente fiel a sus ideales de lealtad y principios de hidalguía. Mantuvo sus convicciones contra viento y marea, viviendo bajo un código personal que detestaba la cobardía y la deshonra. Por ello sus enemigos evitando enfrentarlo en vida, lo combatieron usando intriga y maledicencia. A su muerte no vacilaron en deshonrar su memoria inventando citas apócrifas y convirtiéndolo en protagonista de imaginarias bromas vulgares.
Escribo este trabajo un 28 de enero, natalicio de José Martí, quien bebió de esa misma fuente de honor e hidalguía. Honor e hidalguía que laten en cada uno de sus versos inmortales, en cada renglón de su inspiradísima prosa, en todo su verbo de tribuno inigualable y que por sobre todo campean en todos los actos heroicos de su vida ejemplar, la que sacrificara en aras de la libertad y dignidad de Cuba.
Hoy, cuando la ofensiva incesante de mediocridad, bajeza y cobardía, la subversión moral dirigida por La Habana y abrazada con ignorancia, inconsciencia o deshonestidad por tantas capillas e intereses mezquinos amenaza la esencia misma del destierro y el futuro de la patria, más que nunca evoco y hago mías a riesgo de lo que sea, las estrofas rebeldes del inmortal autor de “Vida del Buscón”. Son ellas promesa y portento del poco futuro que me quede:
“No he de callar, por más que con el dedo
Apuntando a la boca o a la frente,
Silencio mandes o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Nunca se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha decir lo que se siente?”
hugojbyrne@aol.com
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