Hasta Google está contra los cubanos Por Orlando Luis Pardo Lazo El Nacional 2 de julio de 2014
Estos son los años finales del clan Castro. Es decir, estos son los años iniciales del castrismo de segunda generación.
Fidel Castro, casi nonagenario, hace rato que es el más pesadillesco de los personajes de García Márquez. Senil y siniestro, encorvado y ronco, incapaz siquiera de firmar un papel. Su escolta ha sido desmantelada, y su caravana de Chaikas y Mercedes Benz se rumorea en La Habana que son alquilados por una empresa de taxis. Aunque, siendo autos de un negro luctuoso (y lujoso), es probable que estén parqueados en un hangar, a la espera de su Cadáver en Jefe para convertirse en la caravana fúnebre que velará sus cenizas comandantescas, en una procesión patria desde la Plaza de la Revolución hasta la Sierra Maestra, donde serán dispersadas –según otro rumor– como un polvazo de santería socialista.
Las hermanas Castro Ruz andan balcanizadas por el exilio, de ex agentes de la CIA o como anónimas amas de casa. Y el hermano Ramón en la isla hace mucho que enloqueció, si le hacemos caso a su mirada no por perdida menos perversa. Queda, como presidente dinástico, Raúl, que técnicamente no es hermano de Fidel sino un bastardo, pero sobre quien ha caído la responsabilidad familiar de conservar todo el poder, mientras él pacta con el resto del mundo la transición secreta del comunismo cubano hacia un capitalismo de Estado.
En este proceso opaco, como en toda la revolución castrista, el único factor de peso es Estados Unidos. Estados Unidos jugó durante décadas a ser el policía malo de esta película, a ser el saboteador de las buenas intenciones del Líder Máximo del Caribe y el Tercer Mundo, y a ser el águila agresiva que se quería comer dormido al caimancito pacífico de donde crece la palma (y la poesía campesina de la palma, que es mucho peor). Este papel fue el diseñado por los caudillos planetarios que movían la Guerra Fría como un teatro de títeres totalitarios.
Ahora, Estados Unidos cambia de papel, pues el guión global así se los exige. Y desde la Casa Blanca de Washington DC nos llegan no aires de libertad sino de despotismo perpetuo. Desde el norte hoy nos envían a Cuba a sus emisarios para un castrismo sin Castro.
Thomas Donohue, el presidente de la Cámara de Comercio yanqui, aterriza de pronto en la isla y dice que la cosa del capital allí avanza. Los millonarios poscubanos Alfy Fanjul y Carlos Saladrigas, así como medio centenar de ex halcones del Departamento de Estado, le exigen al presidente Barack Obama que les permita hacerse ricos en la Cuba de ahora, no la de mañana, porque la estabilidad de las dictaduras es siempre una plusvalía perfecta. Y la propia ex secretaria de Estado (y seguro que candidata demócrata) Hillary Clinton confiesa en su reciente libro Hard Choices que sopló en las orejitas de Obama una solución, algo así como: levante el embargo comercial a Cuba, señor presidente, deje esa candela en las manos de Castro y olvídese de una candanga que nos ha jodido tanto la agenda latinoamericana…
Ahora, la semana pasada, altos directivos de Google viajan de incógnito a La Habana. La prensa cubana no publica ni un píxel. Solo la bloguera disidente Yoani Sánchez dice haber visto a los googlenautas, pero luego Eric Schmidt regresa al mundo libre y asegura lo que todos los norteamericanos ya saben: el “bloqueo” es un sinsentido para los intereses de Norteamérica. Aunque no dice ni un bit sobre si acaso esta sea una política en favor de los derechos del pueblo cubano, que todavía hoy no tiene acceso a Internet, ni a ninguna otra prensa analógica o a partidos políticos que no sean los comunistas, y que es usado como carne de cañón para colonizar a Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador y otros desiertos de la democracia letrinoamericana.
Por supuesto, no tiene sentido resistirse contra Estados Unidos y su demagogia democrática, que no es más que pura pulsión de profits. Los años finales del clan Castro coincidirán con los años iniciales del castrismo de segunda generación. Punto final. La revolución cubana siempre ha sido eso: una agonía anexionista por el camino más largo y criminal.
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