Una rosa entre rejas Por Ana Luisa Rubio Aramusa28 7 de julio de 2014 (Vean tambien Hablemos Press: Golpean nuevamente al ex actriz cubana)
Sórdido, era la palabra que más se acercaba aunque incompleta, para caracterizar el ambiente en que me encontraba. Aquella sonrisa estúpida del carcelero en su regodeo enfermizo ante lo que le rodeaba, era como un cuchillo afilado que hería, que cortaba en pedazos todo intento de dignidad humana.
Estaba de nuevo allí por tercera vez en aproximadamente dos meses, sentada en un simulacro de banco de cemento frio donde casi no se cabía en su estrechez, como quien está en “capilla ardiente” en un proceso indefinido, intencionalmente eterno, para crearte toda confusión y hacerte incapaz de adivinar si vas entrando al infierno o saliendo de un vía crucis.
Me encontraba al borde de un desmayo luego de advertir a las autoridades policiales, con aquella amenaza patética mía, casi como la de la rosa del “Pequeño príncipe”. “Me declaraba en huelga de hambre hasta que hubiera alguna solución (qué ilusa) al acoso “planificado” del que era víctima por un tiempo ya irreconocible para mí. Sentí que no tenía otra arma que esgrimir ni defensores con que contar, al menos visibles, en ese túnel sin ventanas donde se pierden los excluidos de la justicia y la Verdad.
Mi ropa ya sucia y maloliente luego de casi 72 horas de arrastrarme por pisos oficiales en esta última cruzada tratando de descansar instantes y lograr un alivio para mi columna y mi pierna maltrechas en la noche, sin importarme a esta altura ya ningún argumento de higiene; comenzaba a ser parte de ese hedor que envolvía ese antro del infortunio.
Todo apestaba a mi alrededor junto con aquellas pobres almas de dos ¿dementes? que habían sido “capturados” en alguna de esas calles de la Habana donde deambulan enmarañados entre los olvidados de la compasión, como sombras ignoradas por un Gobierno que alguna vez les prometió que “nadie sería desprotegido” y que tendrían “una vejez asegurada”, algo que en su senilidad abandonada, ya ni ellos mismos recordaban.
Su hedor provenía de sus harapos encharcados en sus propias heces y orinas sin un baño salvador regalado por alguna mano piadosa conmovida ante tanto desamparo.
Debajo de los mugrientos trapos que intentaban cubrir tanta orfandad se adivinaban sus afilados esqueletos queriendo romper sus carnes desvalidas.
Resultaba desgarrador ver sus expresiones de angustia cuando en ambos casos, el guardia de la perenne sonrisa cínica, pateaba el único tesoro que poseían; sus preciadas bolsas nauseabundas, para apartarlas de ellos y no tener que tocar tanta inmundicia, sin que uno pudiera definir si era miedo de estos “guardianes de la indisciplina social” a contaminarse de alguna enfermedad o el asco que les provocaba mirarse en el espejo de la desidia que los involucraba sin remedio.
Era un espectáculo sobrecogedor, sobre todo, ver cómo el ser humano aún en la más total “impertenencia” de la propiedad más esencial para sobrevivir, se aferraba a esas bolsas roñosas y raídas, recogidas de quién sabe cuál basurero y que traían arrastrando con ellos, quizá, para en un atisbo de razón de sus pringosas conciencias, demostrar cierta dignidad de propietario responsable que tiene algo todavía por qué velar que lo empuñe a su vida miserable.
Se abrió la boca de aquel calabozo obscuro y fueron “abducidos” estos infelices a un ultramundo del que muchas veces no se regresa.
Pocos minutos después, trajeron a unos jóvenes, 4 adolescentes, que eran casi una oda a la inocencia. Sus ropas adecuadas, limpios, con un lenguaje correcto y con la modernidad de sus celulares galleteando a los obsoletos policías, que los trataban con una ira desfachatada aunque contenida.
Esta “carne fresca” tan solicitada en esos lares, en su impotencia, sólo atinaba a tartamudear sus nombres y a emitir una leve queja ¿Qué hicimos? No hemos cometido ningún delito íbamos a…, a nadie le importaba.
Sus caras pálidas, sus ojos asustados de primerizos desvirgados sin consentimiento por el odio y la envidia de una Dictadura ante lo que renace diferente y que los reta aún sin proponérselo, con su mirada acusadora.
Los guardias prepotentes y satisfechos con su “pesca” eran la estampa viva de la desvergüenza de los criminales que se sienten impunes ante toda ley.
A sus jóvenes víctimas no les salían las palabras ante el terror tan conocido y por el que habían sido advertidos desde que comenzaron a balbucear sus primeras palabras con sus torpes rebeliones y sus padres los impelían a callar “eso no se puede decir, te lo suplico hijo mío cállate, no hables, no digas, hazlo por mí, por favor, esto es comunismo”
Y aprendieron a engullir sus opiniones, sus incendiarios discursos internos, como parte de su plan de estudio.
Uno de ellos, parecía haber desaprobado esta lección y se quejaba y argüía y exigía. “Tengo derecho a hacer una llamada a mi casa, mi mamá estará preocupada, debo avisarle”, llámeme al Jefe Superior” El guardia ni levantaba la vista para mirarlo, ni responder sus justos reclamos, daban ganas de besar la dignidad de este muchacho. Rápidamente fue “abducido” también por aquel calabozo negro. Más tarde serían liberados quizá “por falta de pruebas”, como si hubieran sido simplemente, parte de una diversión de la maldad.
Fue esta vez, cuando en mi desmayo interior, a punto de caer al piso creyendo que moriría sin ayuda por mi terca decisión de mantener mi exigencia a pura hambre, que descubrí, casi pegado a la reja de entrada a ese hueco del calabozo, a alguien aferrado a esos barrotes desde su interior, con la evidente intención de lograr “robarse” a propio riesgo, un pedacito al menos, de la luz del área de los guardias muy cerca de él, que le permitiera poder terminar un dibujo que hacía con un bolígrafo común de una tinta azul que se extinguía, sobre un pedazo de papel quién sabe cómo obtenido allí.
Yo, en ese estado que te produce tanto “Atentado al derecho” sin esperanza miré escéptica y vacía…
Era una rosa, ¡una hermosa rosa azul! que parecía viva y recién brotada entre el abono del estiércol allí derramado.
Un rato después fui liberada, al parecer con una tregua indeterminada. Era de noche y debía caminar hasta mi casa pues ya no tenía dinero para taxi. Sin embargo, a pesar de mi agotamiento y debilidad, y de llevar una mochila pesada a cuestas, no me sentía triste, no sentía la carga acostumbrada en esos días. Caminé ligera y casi alegre, con la suerte de un cuesta abajo que me cargaba, junto al sentimiento que me iba sosteniendo
Nada estará perdido mientras los que sufren, puedan vislumbrar una rosa donde sólo quedan espinas.
analuisa.rubio@yahoo.com 6/7/2014
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