CASTRO, LA AGONÍA DE UNA RATA Por Hugo J. Byrne
La bravuconería nunca se traduce en acción heroica. Por el contrario es reflejo de inmadurez o incluso de furtiva cobardía. El arrojo concienzudo de héroes como Martí en la carga de Dos Ríos, la lucha hasta el final de Ignacio Agramonte en el potrero de Jimagüayú, o la obstinada defensa de la islita Wake por el habanero Mayor James Devereux y sus infantes de marina en diciembre de 1941, constituyen eventos de genuino heroísmo.
No en balde después de la batalla por Roorke’s Drift, durante la guerra colonial contra los zulúes del reyezuelo Cetshwayo en 1879, entre el escaso centenar de defensores británicos, once fueron recipientes nada menos que de la “Victoria Cross”. Ni antes ni después de esa fecha ha otorgado Londres tantas “Cruces Victoria” por una aislada acción de guerra.
Recordemos que la “Victoria Cross” británica, como la “Cruz de Hierro” alemana, la “Legión de Honor” francesa (de “Caballero” o “Primera clase” porque el resto lo recibe cualquiera) o la “Medalla de Honor” norteamericana, nunca se otorga con liberalidad. Ese centenar de soldados, al mando de quien hasta entonces era un obscuro Teniente del Cuerpo de Ingenieros llamado John Chard, resistió con éxito el ataque salvaje, incesante y disciplinado de más de cuatro mil aguerridos zulúes durante casi dos días, matando unos 450 de ellos y rechazando al resto. El heroísmo real, desde las Termópilas a nuestros días ha sido bien reconocido por la historia, antes de que la “corrección política” contaminara la educación de nuestros hijos.
Esto nos lleva a la fábula de los “héroes de mentiritas” de la propaganda política mediática. El “osito” más publicitado del barrio caribeño, es por supuesto el viejo Fidel, quien puede que esté cercano al mutis definitivo. No deseo abundar en este trabajo sobre los otros “guapitos” menores de la propaganda, como el super hediondo Ernesto Guevara (nadie me lo contó, sufrí personalmente su hedor ofensivo cuando en el antiguo “Ministerio de Industrias”, me llegó a la nariz desde varios metros de distancia).
Concentrémonos en Fidel Castro, quien no “nació políticamente” con el ataque al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953. Su tendencia a los actos “heroicos” se remonta a su nativo Birán, donde en cuanto pudo alcanzar una escopeta del gallego Angel, volatilizó a cuantas gallinas tuvieron la fatalidad de ponérsele a tiro. No es que necesitara siempre de armas de fuego para ejercitar violencia o tortura contra infelices animales indefensos. En un video obtenido por los monitores de Miami en la televisión de Castrolandia de hace varios años, su hermano menor y actual heredero del trono, Raulito, en medio de un rapto de sinceridad alcohólica confesó riendo cómo la vieja Lina la emprendiera a “correazos” con ambos hermanos, al descubrirlos descuartizando patitos vivos con una navaja de afeitar. Estos eventos amigo lector, pertenecen a un historial perfectamente documentado.
Mucho antes del Moncada, sucedió el llamado “bunch” universitario, cuando el entonces joven Castro trataba de atemorizar al prójimo con una pistola al cinto. No existe evidencia de que usara jamás la susodicha pistola enfrentándose cara a cara con nadie. Pero se han publicado versiones de su posible complicidad en el asesinato alevoso del líder universitario Manolo Castro, quien fuera balaceado en La Habana por la espalda, en la segunda mitad de los años cuarenta.
Mucho antes del ataque al Cuartel Mocada ocurrió el llamado “Bogotazo”, asonada comunista en Colombia durante 1948, utilizando como pretexto el asesinato del líder liberal Eliecer Gaitán. El Bogotazo fue el inicio de una violencia narco política que aún perdura en esa sufrida nación sudamericana. De acuerdo a la versión oficial colombiana de la época, Castro fue arrestado cuando se disponía a asesinar a un cura que había sido capturado por una turba que encabezaba el gran hijo de Lina. El Ministerio de Estado de Cuba salvó de la muerte a Castro: una gran pena.
Mucho antes del 26 de Julio del 53 fue abortada una expedición contra el régimen de Trujillo desde Cayo Confites. En esa oportunidad, cuando uno de los jefes del fracasado intento, el Dr. Eufemio Fernández, se disponía a practicar cirugía de campaña en un caso crítico de apendicitis aguda, Fidel Castro objetó tal actividad como inadmisible distracción a la agenda contra “Chapitas” (mote del dictador Rafael Trujillo, referente a su notoria debilidad por medallas y uniformes ridículos).
El Dr. Fernández, quien sí era hombre de reconocido valor personal, le propinó a Castro una explosiva bofetada, reduciéndolo a la obediencia. De esta anécdota que muchos erróneamente atribuyen a Rolando Masferrer, quizás todavía estén vivos algunos testigos presenciales. Quien me la contó ya pasó a la historia. La que sí carece por completo de testigos es la presunta escapada de Castro nadando hasta tierra firme, antes que las autoridades cubanas arrestaran a los frustrados expedicionarios. Lo único seguro y cierto es que Fidel escapó la suerte del resto, al igual que en Bogotá en 1948 y al igual que en el Moncada en 1953.
Quien no escapó a la venganza de Fidel fue Eufemio. En abril de 1961 y utilizando el pretexto del desembarco en Bahía de Cochinos, Fidel ordenó el fusilamiento del Dr. Fernández, quien había sido previamente arrestado y fotografiado en la compañía de otros patriotas cubanos recién capturados por la represión castrista. Todos fueron pasados por las armas durante los mismos días. ¿Estaba Fernández involucrado en actividades anticastristas? Sin la menor duda, pues desde muchos años antes le propinó a Fidel un tremendo bofetón. ¿Es necesaria mayor evidencia de actividad subversiva? No cabe la menor duda que Fidel Castro es capaz de “comportarse heroicamente” cuando detenta todo el poder, que posee una memoria elefantina y que es un cobarde.
Mucho se ha debatido (aunque casi siempre fuera de Cuba), qué pasó con Fidel Castro durante el ataque al Cuartel Moncada. La historia oficial es que el automóvil en que viajaba equivocó la ruta y llegó tarde. Sé de un buen amigo cuyo valor nadie pone en duda, quien llegara tarde a una cita patriótica programada en Los Angeles en 1969. Esa tardanza por poco le causa el arresto. Todo es posible. Pero en el caso de Fidel extraordinariamente improbable: se conocía desde muy niño las calles de Santiago de Cuba como si se tratara de su domicilio. De haber llegado a tiempo al Moncada, él y su hermano quizás habrían sufrido el mismo destino que Abel Santamaría Cuadrado, quien sí llegara a tiempo, en cuyo caso Fidel no habría tenido oportunidad de invocar la absolución de la historia.
Tengo que darle a Castro el crédito de la audacia, que no es una virtud idéntica al valor personal. Es necesario tener gran audacia y un olfato especial para tomar el riesgo calculado de embarcarse en el yate Granma junto al “Chancho” Guevara. Olvídese el lector de los otros ochenta. La peste de Guevara equivalía a la de mil. Con el agravante de que el argentino se mareo en el trayecto. Sin embargo, los que han estado cerca de Castro, a quien sus condiscípulos en la Escuela de Derecho bautizaran “Bola de Churre”, afirman que Guevara y el gallego estaban de potencia a siete potencias. Antes de 1953 solamente vi a Fidel Castro una vez en 1951, cuando habló a una reunión de estudiantes de bachillerato convocada en el Teatro Sauto de Matanzas. Castro estaba en el estrado y yo casi a la entrada.
Instalado en la Sierra Maestra por cortesía de Batista y algunos de sus oficiales (con la molesta excepción de otros como el flaco Teniente Coronel Sánchez Mosquera, quien creía que lo habían mandado a pelear), Castro caracterizó su dedicación a la guerra por medio de un rifle deportivo con telescopio: símbolo inequívoco. A diferencia de Ameijeiras y otros cabecillas alzados quienes arriesgaron la piel con alguna frecuencia usando armas de mucho menor alcance, Fidel insistió en participar desde la mayor distancia posible. Desde entonces se protege como ningún otro jefe de estado lo ha hecho en la historia contemporánea.
Durante la semana de su peregrinación armada hasta La Habana, copiada de la Marcha a Roma de Mussolini en 1922, Fidel procuraba amedrentar no a sus pretensos adversarios ya en plena desbandada, sino a sus “aliados revolucionarios”. En esa ocasión aceptó arriesgar un peligro real: en Campo Columbia y San Antonio de los Baños, los B-26 de la Fuerza Aérea habrían fácilmente cumplido la orden de destruir su lenta y deliberada columna. En esta ocasión sí hubo un elemento de “Poker”: Fidel apostó a que esa orden nunca sería dada en medio del desbarajuste y desmoralización militar imperante y porque quienes estaban en capacidad de darla sentirían temor de posible “daño colateral”. Para desgracia de Cuba, Fidel ganó esa apuesta.
Empero, muchos de sus antiguos e inmediatos subordinados (hoy exiliados de su régimen), quienes lo acompañaran durante esa “marcha hacia La Habana”, dan fe de su continuo nerviosismo y preocupación a todo cuanto ocurriera en el cielo durante esa semana. No era su actitud la de un hombre dotado de valor personal. He visto a Fidel recular atemorizado e inseguro en un estudio de televisión repleto de sus incondicionales, cuando el entonces Embajador de Franco, moderno émulo de Don Quijote, irrumpiera blandiendo su rotunda quijada y un índice acusador.
Por lo menos tres de los cinco reales atentados contra su vida (infinitamente cacareados por los medios de difusión de la izquierda) nunca pasaron de la etapa preparatoria. En otras palabras, se quedaron en la planificación. Los cubanos libres estuvieron mucho más cerca de eliminar a Castro por sus propios medios e irónicamente, fue la interferencia intencional de la CIA y de otras agencias federales las que malograran el objetivo en más de una ocasión. Todas esas actividades tuvieron lugar muchos años antes de que la guardia pretoriana castrista adquiriera su presente nivel de eficiencia y sofisticación. De lo que se deduce no sólo que la seriedad del Washington de los años sesenta en eliminar a Castro está en una histórica gran tela de juicio, sino que la relación causa-efecto hizo que el Tirano se cuidara en lo sucesivo mucho más.
Quien se lleva la palma de intentonas de asesinato entre los jefes de estado en la historia reciente no es Castro, sino el desaparecido Presidente y fundador de la V República de Francia, Charles DeGaulle, quien fue víctima de 31 atentados perfectamente establecidos y documentados, por los que muchos pagaran con la vida o largos años de prisión. Entre ellos el espectacular en “Petit Clamart”, del que tanto el Presidente como su esposa sobrevivieran milagrosamente. Ese tema lo abordé en un artículo hace muchos años. Tanto Hitler como Lenin y Mussolini sufrieron reales atentados contra sus vidas con la misma frecuencia que Castro.
A pesar de todo lo cual, la mitología continúa sin abatirse. En su libro “Killing Kennedy”, el comentarista Bill O’Reilly afirma que fue la derrota norteamericana en Bahía de Cochinos el acontecimiento que provocara el odio de Castro contra Kennedy y su administración. En otras palabras, no existía odio antes de esa ocasión: la ignorancia alimentándose a sí misma.
Para finalizar, observemos la desesperada furia conque Fidel Castro se aferra hoy a la poca vida que le queda, tratando de estirarla al máximo y al punto de, por lo menos ostensiblemente, hacer dejación de parte de sus prerrogativas de tirano absoluto. Hace algunos años muchos serios cubanólogos (y hoy no estoy usando ese nombre con ironía) pensaban a Castro capaz de un exabrupto final, sumiendo a Cuba y a sus vecinos inmediatos en una hecatombe de proporciones históricas, al sentirse cercano a la muerte. Se equivocaron.
Rebelarse ante la adversidad es una reacción irracional y cruel, aunque no cobarde. Para desafiar al destino aunque sea por un instante son necesarias entereza y determinación reales. En Castro no encontramos nada de eso: su mutis no es el del hombre decidido y bravo que su propaganda siempre ha tratado de diseminar a los cuatro puntos cardinales.
Por el contrario, estamos presenciando la agonía de una rata
hugojbyrne@aol.com
__________________________________________
|