JUSTICIA O CAOS. Por Hugo J. Byrne.
El crimen establece siempre una relación indivisible entre el ejecutor y quien lo ordena.
Los dos ejemplos prácticos mejor conocidos en nuestra historia son el que se estableciera entre el Coronel veterano de la Guerra de Independencia Arsenio Ortiz y el Presidente Gerardo Machado, y modernamente, el que floreciera entre Fidel Castro y sus sangrientos ejecutores Ernesto Guevara y Ramiro Valdés.
En su novela más popular "El Padrino", Mario Puzzo describe al brutal "hit man" Luca Brassi como un personaje fanáticamente entregado a los designios criminales del "padrino", Vito Corleone, cuyos malvados intereses defiende a riesgo de su vida. Aunque los caracteres ficticios de Puzzo son una caricatura de lo que conocemos a grandes rasgos como "la mafia", es indiscutible que la estrecha y mutua dependencia entre el responsable intelectual de un crimen y su ejecutor físico es estrecha y profunda. Esta relación se desarrolla en todas las circunstancias, sin importar que las motivaciones del autor intelectual o del verdugo sean mercenarias, religiosas o políticas. Es el eslabón que une a Charles Manson con su llamada “familia."
Los crímenes más espantosos cometidos en la historia, si los juzgamos por el número de víctimas, fueron siempre perpetrados por el poder del estado y los peores genocidios ocurrieron durante el siglo XX. De acuerdo al muy prestigioso "Guiness Book of Records", el gobierno que se lleva la dudosa palma histórica de asesinatos en masa, es el de la llamada República Popular China, la misma que parece ser hoy mezquina "Meca" turística de mucha gente, incluyendo algunos "exiliados cubanos."
Aún sin tener en cuenta las víctimas de la llamada "Revolución Cultural" de finales de los años sesenta, el estado chino eliminó por lo menos más de cuarenta millones de los habitantes de ese país. El segundo lugar en este "control demográfico revolucionario" pertenece a la desaparecida Unión Soviética, con veinte millones de personas eliminadas.
Aunque la mayoría de esas víctimas perecieron durante la era de Stalin, la maquinaria opresora que las ejecutara entró en funciones bajo el mandato de Vladimir Ylich Lenín. La Alemania de Hitler ocupa el tercer lugar, con algo menos de siete millones de asesinatos, incluyendo casi seis millones de judíos, a los que se agregan cientos de miles de gitanos y otros “indeseables”. Esas cifras no incluyen las víctimas de la guerra.
Existen pruebas documentales de la masacre religiosa de dos millones de cristianos armenios a manos de musulmanes turcos. La matanza de casi la mitad de la población de Cambodia durante el reino de terror del genocida comunista Pol Pot, es quizás en términos relativos, el peor crimen de la centuria. Por supuesto, Pot no pudo ejecutar a tanta gente sin la cooperación de muchos otros criminales, del mismo modo que Castro no condujo personalmente cada ejecución de cada patriota en Cuba.
Al finalizar el siglo XIX miles de ancianos, mujeres y niños perecieron en los campamentos de concentración que el ejército de la Reina Victoria usara para sofocar la resistencia de los "boers" en Suráfrica. Ese modelo fue copiado del que se implantó en Cuba entre 1896 y 1897 por el gobierno colonial español, produciendo la muerte de decenas de miles de infelices campesinos cubanos, llamados “pacíficos”, quienes perecieran víctimas de hambre, desnutrición, exposición a los elementos, falta de higiene y plagas.
Aquellos directamente responsables de estos crímenes, a menudo tenían una relación aparentemente tenue con los autores intelectuales. Se sabe que Hitler nunca visitó un campo de exterminio. Sin embargo, con ciertas excepciones, los ejecutores directos se vieron en grandes dificultades una vez que sus mentores políticos mordieran el polvo.
A las pocas horas de la muerte de Stalin, su verdugo favorito Laurenti Beria, Jefe de la sangrienta NKVD, recibió un merecidísimo plomo en la nuca. Beria murió como la rata que era, llorando y suplicando clemencia. Quienes lo ultimaron eran los autores físicos de muchos de sus crímenes.
Aunque el notorio Dr. Joseph Mengele fue capaz de evadir el asedio de la justicia israelita hasta su muerte, la calidad del resto de su existencia no fue ciertamente motivo de envidia. Después de escapar de las ruinas de Berlín, la vida de Mengele fue una de continuo escape y sobresalto.
Su superior en la jerarquía nazi, Adolph Eichman, fue eventualmente capturado, juzgado y sometido a juicio en Tel Aviv. Condenado a muerte por sus crímenes contra la humanidad, terminó balanceándose al final de una cuerda. Cuando el cordón umbilical que los unía con los autores intelectuales fue cercenado, muchos verdugos perdieron sus posiciones, junto a la cabeza en muchos casos.
No todos. Anticipando el rápido despido que le esperaba bajo el gobierno presidido por Sagasta, Valeriano Weyler ("Patilla de Mono" para los cubanos), enterado del fin violento de su mentor y autor intelectual de sus crímenes, Antonio Cánovas, decidió renunciar a la Capitanía General de Cuba.
Regresando a España, Weyler escribió sus memorias a las que tituló "Mi Mando en Cuba" (el que algunos aludiendo a las insistentes acusaciones de corrupción, parodiaban como "Mamando en Cuba") y continuó siendo un factor en la política interna de ese país hasta su muerte, ocurrida muchos años después. Weyler fue condecorado por el Rey Alfonso XIII porque durante su mando el Lugarteniente General Antonio Maceo había sido muerto en Punta Brava. En virtud de los acuerdos del Tratado de París, en el que arbitrariamente Cuba libre no estuvo representada, las muchas víctimas de Cánovas y Weyler se quedaron sin justicia.
Otro tanto ocurrió a principios de los 90 con los "enforcers" comunistas del este europeo, quizás con la excepción parcial de Rumanía (donde tanto Nicolae Ceausescu y su bruja cómplice, junto a varios de los más notorios verdugos de su régimen, fueron pasados por las armas). Cuando el carcomido andamiaje de ese estado artificial que se llamaba "República Democrática Alemana" se vino al suelo, tanto el sumiso asesino y lacayo soviético Erich Honecker como la mayoría de sus perros, escaparon a la justicia de los hombres.
Es obligación sagrada de los cubanos libres evitar que esa ignominia se repita en nuestra patria. Cuba no necesita caóticas venganzas ni revanchas estériles, pero tanto los tiranos y los verdugos, como sus cómplices y sus víctimas, todos merecen justicia. Existen múltiples evidencias documentales de los crímenes de la era castrista que han sido celosamente guardadas. Confío en que sean usadas algún día, cuando esos criminales ya no puedan contar con la simpatía y protección de Obama y sus cófrades.
hugojbyrne@aol.com
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