VALOR Y FUERZA MORAL Por Hugo J. Byrne.
“Ustedes sin duda vencerán, porque les sobra la fuerza bruta para ello. Empero, nunca convencerán, porque para disuadir, adolecen de lo de lo imprescindible ; la razón y el derecho.” Miguel de Unamuno
El insigne poeta y filósofo vasco pronunció esas palabras ante el auditorio de la Universidad de Salamanca, de la que era Rector, el doce de octubre de 1936 y su audiencia consistía de los oficiales militares y políticos más íntimamente comprometidos con el pronunciamiento del 18 de julio del mismo año, que él mismo había apoyado. El golpe, por no haber tenido éxito inicial en todas partes, ya se convertía en una sangrienta guerra civil que duraría tres años, eventualmente costando las vidas de setecientos mil españoles. De acuerdo a testigos presenciales, algunos en el auditorio llegaron al extremo de apuntar sus armas al disertante. El viejo Rector sin perder en un adarme su sangre fría, citó como ejemplo a uno de los presentes ; el fundador de la Legión Extranjera de España, General Millán Astray, quien perdiera un ojo y un brazo en Marruecos: “El General Millán Astray es un inválido de guerra, como también lo fue Miguel de Cervantes y Saavedra. Tenemos demasiados inválidos de guerra y si Dios no viene a rescatarnos pronto, tendremos muchos más. Parece que el General Millán Astray, a diferencia de Cervantes, desea vivir en una España tan inválida como él”. El ofendido general ripostó gritando a toda voz: “¡muera la inteligencia y viva la muerte!” (Esta contradictoria frase había sido escogida por Millán como lema para la Legión). El enardecido auditorio parecía listo a linchar al viejo profesor. Unamuno sobrevivió de milagro ese día, quizás porque Carmen Polo, la esposa de Franco quien asistía al evento, lo tomara del brazo al descender de la tribuna y por ello es necesario extender gran crédito a la memoria de esa señora. Unamuno moriría en su cama por causas naturales, tres meses después del dramático incidente en Salamanca. Cuando pienso en valor, fuerza moral y honestidad capaz de enfrentar cualquier desafío y a cualquier precio, siempre recuerdo al intrépido viejito, encarando solo a una extensa y agresiva multitud que lo había considerado un paladín hasta ese mismo día y que ahora veía en él sólo a un traidor. Miguel de Unamuno, como muchos otros españoles, había respaldado sin reservas iniciales el golpe militar de julio. El viejo profesor se había hastiado del caos, del crimen impune y de la falta total de garantías civiles en que había devenido la Segunda República Española. Las mismas razones morales que lo hicieran oponerse también a la crueldad, el crimen y la prepotencia totalitaria de los presuntos salvadores. Unamuno está lejos de ser el único caso en que las convicciones morales prevalecieran sobre el miedo. La historia contemporánea muestra otras situaciones paralelas. El 23 de febrero de 1836, un ejército mejicano de más de 1500 soldados a las órdenes del “Presidente - General” Antonio López de Santa Ana, tomó por asalto la vetusta Misión del Álamo, cercana a la población de San Antonio de Béjar en Texas, donde se habían atrincherado algo más de 100 rebeldes tejanos junto a sus familias. Las pocas autoridades mejicanas de esos territorios casi despoblados, habían sido previamente expulsadas de ellos por los rebeldes tejanos, quienes inicialmente intentaban establecer una república. López de Santa Ana se disponía a restablecer la autoridad de Méjico y de paso darle una lección a los “endemoniados gringos”. Su victoria en “El Álamo” fue completa, aunque sólo temporal y pírrica. Le llevó dos semanas rendir la plaza, sosteniendo numerosas bajas en el esfuerzo. Todos los defensores eran voluntarios y casi la mitad paisanos locales de la misma ascendencia e idioma que los atacantes. Sus lealtades no eran hacia Méjico, sino a sus familias, territorios y vecinos. Los caudillos militares defendiendo “El Álamo” eran William Travis, militar profesional y el conocido “frontiersman” James Bowie, quienes recién habían llegado al frente de una modesta columna de refuerzos con menos de noventa hombres. Entre ellos estaba también un antiguo legislador federal por Tennessee y “condotiero americano”, llamado David Crockett. Después de ser rechazado dos veces por los tejanos y mientras preparaba su ataque final, Santa Ana convocó a un armisticio con Travis, conminándolo a la rendición y advirtiéndole que todos los insurrectos capturados en combate después de esa oportunidad serían sumariamente pasados por las armas. Travis comunicó a sus voluntarios los términos de Santa Ana y les dijo que podían retirarse cuantos quisieran hacerlo, sin deshonor, por haber ya cumplido con su deber hacia Texas. Sin embargo agregó que cada día resistiendo a Santa Ana le daba un respiro al General Sam Houston para preparar las fuerzas tejanas: nadie aceptó retirarse. Travis organizó después una dramática evacuación de las familias. El combate final duró menos de una hora. De acuerdo a testigos mejicanos capturados en San Jacinto, unos 130 “gringos” y otros tantos “pinches tejanos” murieron peleando en la Misión, entre ellos Travis, Bowie y Crockett. Cinco o siete de los defensores fueron capturados con vida y ejecutados sin piedad. La revancha de los tejanos tuvo lugar el 21 de abril de 1836 y sólo duró 20 minutos, culminando en completo desastre para las armas mejicanas. Las fuerzas de Santa Ana en San Jacinto totalizaban algo más de 1300 soldados quienes enfrentaron el ataque fiero de 1000 tejanos al mando de Houston. Este último sufrió una lesión seria al caer parcialmente atrapado debajo de su muerta cabalgadura. El plomo de mosquete que mató al caballo le fracturó un tobillo al general tejano. En la batalla de San Jacinto más de 600 soldados mejicanos perecieron y 730 fueron hechos prisioneros, incluyendo al Presidente -General Santa Ana, apodado “el Napoleón del Oeste” por sus partidarios. Los tejanos sufrieron sólo nueve muertos. Sin otra alternativa que perder la vida, Santa Ana accedió a la secesión de Texas exigida por Houston, firmando un protocolo que aceptaba en principio su independencia. Eventualmente ese territorio se integró como Estado a la Unión Americana, el día 29 de diciembre de 1845. 1871 es conocido en la Historia de la “Guerra de los diez años” en Cuba (1868-1878) como “el año terrible”. Entre otras muchas tragedias, por la caída en combate de Ignacio Agramonte y Loynaz, el 11 de mayo de ese año en las cercanías del potrero de Jimaguayú: en el umbral de la eternidad Agramonte contaba apenas 31 años de edad. Recién graduado como Doctor en leyes, Agramonte era el Jefe de la caballería insurrecta de Camagüey, siendo reemplazado a su muerte en esa posición nada menos que por el General Máximo Gómez y Báez, futuro jefe supremo militar en la Guerra de Independencia de Cuba (1895-1898). Agramonte, extraña combinación de intelectual y hombre de armas, había presidido la Asamblea de Guáimaro, donde se redactara nuestra primera constitución el 10 de abril de 1869 (“La Ley de los mambises” que compusiera y aún canta Eddy Armando Blanco, trovador del exilio cubano en California). Hastiado de la impedimenta burocrática del gobierno en armas, en cierto momento Agramonte decide dedicarse sólo a la guerra y más nunca mira hacia atrás. Es en esa época en la que sucede la acción de guerra más legendaria, espectacular y heroica de las dos campañas por nuestra independencia: el rescate del Brigadier Julio Sanguily. Este último se descuida y es hecho prisionero por una típica columna española de infantería de unos doscientos soldados al frente de los que marcha a caballo un capitán de regulares escoltando al prisionero. El oficial tiene el sugestivo apellido de Mato. Al atardecer el Capitán Mato se dispone a pernoctar a cubierto de unas espesuras de matorrales. Dos insurrectos están atrincherados entre esa misma vegetación y esperan armados de tercerolas el arribo de la columna. Desde una posición alta, 35 jinetes de la caballería insurrecta esperan la orden de Agramonte. De pronto, el pandemonio. Varios soldados coloniales caen muertos o heridos, víctimas de los francotiradores. El resto busca la protección del boscaje, disparando sus armas al bulto y sin efectividad. Mientras tanto el Brigadier Sanguily, jinete experto, engancha con la cuerda que amarra sus manos el pomo de la silla del caballo que Agramonte le ha traído y, con el mismo ágil movimiento, se sienta en ella. Horas después se abrazan Agramonte y Sanguily en el campamento insurrecto. La heroica operación termina en éxito completo: los coloniales son sorprendidos y frustrados, sosteniendo numerosas bajas. Los cubanos no sufren pérdida alguna. Esta hazaña ocurre el 8 de octubre de 1871. Me agrada la fecha. El 8 de octubre de 1967, Ernesto Guevara, el máximo genocida extranjero en Cuba después de Valeriano Weyler, recibe su merecido en Bolivia. Ese ha sido hasta el presente mi mejor regalo de cumpleaños. He descrito tres situaciones de épocas diferentes y aparentemente no relacionadas entre sí. Existe, sin embargo un denominador común y es la dedicación a una causa justa, venciendo al miedo. Se ha dicho que los héroes son personas “ordinarias”, quienes enfrentadas al peligro mortal se crecen en el deber y realizan acciones extraordinarias.
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