Contra el optimismo Raúl Dopico | Miami | 25 Jun 2015 Diario de Cuba
Los cubanos no podemos, sin cortar las mil cabezas del monstruo castrista, unir en un todo diverso los pedazos de la nación fragmentada.
La joven República de Cuba era tan imperfecta y viciada como hermosa y rebosante de éxito cuando el castrismo decapitó su historia, su democracia y su capitalismo, para enterrar su futuro construyendo una mentira sangrienta que disfrazó de utopía revolucionaria y humanismo, con la colaboración de millones de ciudadanos que aplaudieron las matanzas, vitorearon las censuras y reclamaron la lucha de clases con entusiasmo arrasador.
El castrismo ha sido la exaltación de la violencia y el odio en los altares de una ideología que, en gran parte del mundo, ocultó tras una cortina de hierro un inmenso cementerio atiborrado de muertos. Ha significado la destrucción de una nación por su propio pueblo. La antropofagia vandálica como expresión metafórica de un sueño igualitarista que lo homogenizó todo (desde el pensamiento hasta la forma de vestir y la pasta dental), bajo la guía mágica de un encantador de serpientes con máscara de Mesías, que muy pronto mostró su verdadero rostro de emperador caribeño con ínfulas napoleónicas.
Sin embargo, todo el sufrimiento y el dolor acumulado pudiera sanarse, de no ser porque a la nación cubana, fragmentada y débil, la carcome a todos los niveles el odio ideológico inculcado por el castrismo durante más de medio siglo, con el propósito de dividir y enfrentar visceralmente a la familia. Un odio que tendrá que terminar en algún momento. No habrá reconciliación si antes no extirpamos de nuestros corazones el odio ideológico que nos enferma a todos. Lo sepamos o no. Lo reconozcamos o no. Lo sintamos o no.
Los cubanos nos hemos convertido en "odiadores" profesionales. Lo son incluso aquellos doctrinarios de fe que pregonan el perdón, pero legitiman la barbarie desde la más alta jerarquía católica.
¿Podemos los cubanos hallar la forma de terminar con el odio ideológico que nos envenena?
Me temo que eso no será posible, mientras no seamos capaces de encontrar el camino para liquidar al castrismo. La permanencia en el poder del generalato que gobierna el país es el principal obstáculo para lograrlo. Los cubanos, desde cualquier lugar del espectro político, debemos llegar al consenso de que el castrismo es el único responsable de la institucionalización del odio ideológico en la Isla y en el exilio.
Las astucias políticas disfrazadas de reformas que abanderan la Cuba actual, jamás podrán conducir al perdón y la tolerancia —ya no hablemos de amor—, en un pueblo sermoneado por consignas y derrotado por el hambre y la escasez durante tanto tiempo.
Los cubanos no podemos, sin cortar las mil cabezas del monstruo castrista, unir en un todo diverso los pedazos de una nación fragmentada. No es pesimismo. Es puro realismo. Cuba hace mucho que dejó de ser una nación con una identidad sociocultural, política y económica legítimamente establecida y reconocida por todos los cubanos, más allá de los coros propagandísticos (Señores imperialistas no les tenemos absolutamente ningún miedo), las inducciones sociológicas (Somos lo que hay, lo que se vende como pan caliente) y los mitos (educación y cuidados de la salud subvencionados por el estado), para convertirse en una nación fallida afectada por una endémica y trágica perturbación psíquica y espiritual, en la que la degradación ética y moral es sistémica. Cuba es una nación desesperada y cercenada. Sus pedazos, repartidos por el mundo, dan tumbos a ciegas. Pretender unirlos, desde la falsa reconciliación que vende el castrismo, es construir un peligroso Frankenstein político.
Por otra parte, no podrá acabarse con el castrismo, mientras no decapitemos a su mejor aliado: el optimismo político, económico y evolucionista que exhibe una legión de peligrosos imbéciles, que creen que se puede llegar a construir una Cuba democrática desde las escaramuzas diseñadas por el raulismo,para crear la ilusión exportable al mundo de que el país está inmerso en un novedoso proceso de reformas.
Los optimistas políticos son los que creen con vehemencia que Cuba cambia en asuntos medulares y que la vocación represiva del régimen es un factor secundario dentro de la realidad de la Isla. Son tan imbéciles, que le dan categoría de trascendental al hecho de que una encuesta diga que el 80% de los cubanos tiene buena opinión de Obama y más del 90% quiere que se levante el embargo, sin tomar en cuenta que estos resultados sólo son un reflejo del contexto en el que viven los encuestados. Convierten la esperanza de los cubanos, sitiados por una controladora y represiva dictadura, en una justificación para tolerar la intolerancia castrista, al mismo tiempo que acusan al exilio, que no acepta la sobrevivencia del régimen como condición para normalizar relaciones, de no ser representativo de nada, debido a su postura de conspirador e intransigente pesimista.
Los optimistas políticos son expertos propagadores del odio ideológico. Voceros de las estrategias del castrismo (ocultos tras el presupuesto de que defienden el bienestar del pueblo cubano, pero sin ninguna evidencia histórica que lo demuestre), amplifican el odio del régimen hacia el exilio. El exilio, que, en su odio al régimen (visible tras el presupuesto de la confrontación abierta en todos los frentes), amplifica su anclaje en una postura ideológica justificada por los hechos históricos.
Los optimistas políticos no son otra cosa que oportunistas carroñeros. En ese bando abundan periodistas, abogados cubanoamericanos criados en Argentina, alguna filóloga que cree que la Federación de Mujeres Cubanas es representativa de la sociedad civil, empresarios, salseros, reguetoneros con tatuajes de Castro I, escritores premiados, escritores asesores, economistas, cardenales, y muchos disidentes. A ellos se enfrentan los pesimistas políticos: mujeres golpeadas cada domingo, opositores duros, escritores encarcelados por falsos delitos comunes, expresos políticos, infoactivistas, algún grafitero con censurable pasión por cerdos con nombres propios, presos políticos desconocidos por el Arzobispo Ortega, y el 90% de los jóvenes que quieren escapar de la isla, sabiendo que la esperanza que vende el régimen está en otra parte; en cualquier parte que los mantenga lejos de la turba amorfa y caníbal que pretende, como desde hace más de medio siglo, devorar toda expresión de desencanto, para imponer el anatema como instrumento de terrorífico optimismo.
La mayoría de los jóvenes no están muy interesados en lo que tienen que decir los optimistas políticos, y son escépticos con los optimistas económicos, que se empeñan en asegurarles que se beneficiarán de la recuperación económica que llegará a Cuba con el restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos. Los jóvenes no quieren envejecer como sus padres y abuelos a la espera de que ese crecimiento llegue a sus bolsillos. Los jóvenes, como pesimistas empedernidos, son los que han provocado el aumento de cubanos llegando por la frontera mexicana y a través de precarias embarcaciones por el estrecho de la Florida.
Los optimistas económicos son cínicos furibundos capaces de proponer que no se indemnice a las víctimas de las expropiaciones castristas, para no entorpecer el crecimiento económico de Cuba con litigios en los tribunales. Aceptan, como mal necesario, que el castrismo siga reprimiendo y enriqueciéndose, con el argumento de que después de todo ya no pueden reprimir más de lo que lo hacen, desconociendo que los regímenes totalitarios siempre pueden reprimir con más dureza. De hecho, las Damas de Blanco nunca han sido más golpeadas que después del 17 de diciembre de 2014.
Los optimistas económicos son fervientes defensores de la idea de que las libertades económicas posibilitan libertades políticas. No se rinden ante la evidencia de China, Vietnam, Rusia o la Alemania nazi, por solo poner algunos ejemplos. Nadie sabe con certeza de que Think Tank del partido demócrata surgió esta aseveración.
Un optimista económico como el profesor e investigador de Economics On the Move, Humberto Caspa, va más allá, y se atreve a decir que "Cuba se transformará de adentro hacia afuera y no al revés". Algo inconcebible, si tomamos en cuenta que todas y cada una de las escaramuzas del raulismo, desde la eliminación de la carta blanca para viajar, hasta el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos, pasando por la fallida reforma agraria, han sido forzadas por razones externas. Incluso la crisis socioeconómica cubana provocada por la inoperancia del sistema, se convirtió en insalvable por la imposibilidad de acceder a los créditos financieros. De ahí la batalla porque levanten el embargo. Los totalitarismos no se reforman de adentro hacia afuera. Se maquillan.
El cambio en Cuba solo podía venir desde afuera. Ahora será mucho más difícil de lograr, porque, contrario a lo que creen todos los optimistas, no se fortalecerá la sociedad civil cubana, sino el poder. En un régimen autocrático como el cubano, la economía no crea conciencia política democrática, crea complicidades con los políticos y corruptelas, hasta donde esos políticos las permitan en su propio beneficio. Insistir en lo contrario es ignorancia o mala fe.
El castrismo mantendrá a Cuba fuera del siglo XXI por un buen tiempo, porque a pesar de ser un activo que a la larga se depreciará, busca perpetuarse y enriquecerse mediante la construcción de un fascismo caribeño al estilo chino.
Otro grupo en la fauna de los optimistas, es el de los evolucionistas. Estos defienden la tesis de que el castrismo no debe cambiar, sino evolucionar. Están convencidos de que el derrumbe del régimen no es ni idóneo ni posible. Los evolucionistas creen que el bienestar de Cuba pasa por reconocer a Raúl Castro como un hombre interesado en resolver los problemas del país, a pesar de reconocer su falta de voluntad política para hacer verdaderas reformas.
Todos los optimistas parecen unidos por el mismo precepto: el régimen es tan extremista como sus críticos internos y externos. Una mentira de catastróficas presunciones, porque pone en el mismo plano a la víctima y al victimario. A la víctima se le puede pedir que acepte en silencio haber sido maniatada y violada, pero no se le puede reprochar el hecho de que no sintiera excitación y placer.
Yo, "odiador" profesional, odio a los optimistas, porque son lo más cercano que conozco a un castrista. Pero sé que en algún momento el odio tiene que terminar, sólo que aún nadie vislumbra cómo y cuándo sucederá. Lo único que sabemos es que tras el fin del castrismo tendrá que venir la justicia. El borrón y cuenta nueva pretendido por los optimistas no acabará con el odio ideológico que nos consume.
Si no se sanan las heridas del pasado, los cubanos no podremos instalarnos definitivamente en el mundo libre. Por ahora, nos domina un presente que parece eterno, en el que el emperador Castro II no quiere abdicar (a pesar de que ha dicho que lo hará). Teme que desentierren el futuro y se trague de un bocado a toda su progenie.
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