Por Alfredo M. Cepero Director de /La Nueva Nación/ Sígame en /Twitter/
A través de los tiempos la política ha demostrado ser en múltiples ocasiones un camino cargado de sorpresas y en algunos casos un mundo alucinante. En la segunda convención del entonces recién creado Partido Republicano, celebrada en mayo de 1860 en la ciudad de Chicago, el favorito de ser postulado era el ex gobernador de Nueva York, William Seward. Sin embargo, un casi desconocido abogado rural de Illinois se le atravesó en el camino y le arrebató la postulación. Abraham Lincoln paso a ganar las elecciones generales, conducir con éxito una sangrienta conflagración bélica, salvar al país de la disolución, dar la libertad a los esclavos y convertirse en el presidente de mayor influencia en la consolidación de los Estados Unidos como líder de la democracia en el mundo, superado únicamente por George Washington. Washington fundó la nación y rechazó el poder absoluto que le ofrecieron sus contemporáneos. Lincoln salvó la unión al precio de su propia vida. Esa es la medida de los estadistas que ponen los intereses nacionales por encima de los personales.
En las presidenciales de 1948, una semana antes de las elecciones el entonces presidente Harry Truman se encontraba bien a la saga en las encuestas. Muy pocos le daban probabilidad alguna de ser reelecto. En la obsesión por dar el consabido "palo periodístico" el Chicago Daily Tribune decidió no esperar por los resultados finales y el 3 de noviembre declaró ganador al ex gobernador de Nueva York, Thomas Dewey, con un titular de primera plana: "Dewey Derrota a Truman". El Tribune hizo el ridículo y Truman pasó a presidir sobre un período de relativa prosperidad económica, la aplicación de un Plan Marshall que promovió el desarrollo de las economías europeas de postguerra y salvo a Sur Corea de la acometida de los comunistas del norte. Hoy es considerado uno de los grandes presidentes de los Estados Unidos.
La historia de sus presidencias ha demostrado que Lincoln y Truman resultaron ser dos sorpresas constructivas. No podemos decir lo mismo de la destructiva sorpresa de 2008 en que otro desconocido de Illinois le pasó la aplanadora a Hillary Clinton en las asambleas de Iowa, obtuvo la postulación del Partido Demócrata y derrotó al republicano Mitt Romney en las generales de ese año. El resultado ha sido una economía con una ínfima participación laboral, una reducción del ingreso familiar promedio, una desenfrenada deuda nacional que se acerca a los 19,000 millones de millones de dólares, 50 millones de receptores de sellos de alimentos, un derrumbe del prestigio internacional de Estados Unidos como primera potencia mundial y una enconada división de la sociedad norteamericana entre izquierda y derecha, blancos y negros, hombres y mujeres, pobres y ricos, extranjeros y nativos, creyentes y ateos.
Como Luis XV de Francia, Barack Obama parece haberse empecinado en la idea de dejar tras de sí "el diluvio". Y eso es lo que heredará el próximo presidente de los Estados Unidos, sea del partido que sea. En este sentido, a aquellos fanáticos que, contra toda realidad, aún insisten en vaticinar que Obama pasará a la historia como un gran presidente, les señalo que las últimas encuestas de Real Clear Politics muestran que su "mesías" es rechazado por más del 50 por ciento de los electores norteamericanos.
Toda este desencanto con los falsos líderes nos ha traído el mundo alucinante de las contenciosas primarias de este año en ambos partidos. Por el Partido Demócrata, un trasnochado y desconocido socialista llamado Bernie Sanders está creando una inusitada ansiedad en la campaña de una Hillary Clinton que hasta hace poco tenía asegurada la corona de la postulación. En el Partido Republicano un desenfrenado narcisista que no cree en otro partido que en el de su propia exaltación mantiene en jaque y en la más absoluta desorientación a sus oponentes en la lucha por la postulación. Nadie sabe cómo ponerle el cascabel al gato garduño de Donald Trump.
En gran medida, Sanders y Trump son expresiones de una ciudadanía asqueada de una política de contubernio entre políticos de ambos partidos que van a Washington a servirse a sí mismos violando sus promesas de campaña y en detrimento de los grandes intereses nacionales. No en balde el nivel de aprobación de los miembros del Congreso anda por los suelos. Real Clear Politics muestra que menos del 15 por ciento de los norteamericanos consideran eficiente la labor del Congreso de los Estados Unidos.
Pero la más alucinante de las alucinaciones es el circo desplegado por las primarias del Partido Republicano. El jefe de la pista es, hasta ahora, el petulante Donald Trump. Insulta y calumnia a todo aquel que considere como un peligro a sus aspiraciones. Entre otros ataques y epítetos le dice fea a Carly Fiorina, inmaduro a Marco Rubio, incapacitado a Ben Carson y anímico a Jeb Bush. Contra este último pareció albergar su mayor animosidad cuando le dijo al periodista Gabriel Sherman que si no prosperaba su propia postulación se encargaría de que Jeb Bush no fuera jamás presidente. Después de su deplorable desempeño en los últimos debates, Trump parece sentir que su brillo se está opacando. No es posible atacar a todo el mundo todo el tiempo y no sufrir el impacto de los proyectiles de rechazo.
En sentido inverso a Trump, Carly Fiorina y Marco Rubio han ganado terreno en los últimos días. En menos de un mes, mientras Trump ha perdido 7 puntos, Fiorina ha ganado 10 y Marco Rubio 7 en el porcentaje de aprobación de los electores. Ambos han demostrado ser los candidatos con mayor talento político en las primarias republicanas. Mientras Trump habla en generalidades, Rubio y Fiorina han sido específicos y desplegado un amplio conocimiento en asuntos de economía y de seguridad nacional. Estos parecen ser los dos temas prioritarios para los electores republicanos y para una proporción mayoritaria de los independientes, que serán quienes inclinarán la balanza a la hora de las elecciones.
Por su parte, el Comité Nacional Republicano confronta la difícil tarea y la espinosa decisión de limitar el número de candidatos que participarán en los futuros debates. Once personas en una plataforma es una multitud que confunde al público, obliga a los candidatos a comprimir en pocas palabras sus posiciones políticas y limita el tiempo para que los participantes puedan desarrollar sus respectivas plataformas. Claridad y profundidad es lo que necesitan los electores para tomar una decisión inteligente a la hora de votar. La solución podría ser una regla que limite la participación en el debate a los primeros 8 en el nivel de aprobación en las encuestas. Un número mayor sería una pérdida de tiempo y un flaco servicio a los electores.
Según las encuestas más recientes sobre la posición de los candidatos en las importantes primarias de New Hampshire los primeros 8 son: Trump, Fiorina, Bush, Rubio, Carson, Christie, Kasich y Cruz. Los 7 restantes son: Paul, Huckabee, Pataky, Graham, Santorum, Jindal y Gilmore, todos hombres honorables pero, con excepción de Paul, ninguno llega siquiera al uno por ciento de aprobación. Las cifras son lo bastante elocuentes como para que estos hombres retiraran sus aspiraciones antes de hacer el ridículo, pero la vanidad de los políticos les impide muchas veces reconocer lo que les dicen sus sentidos.
Estas elecciones de 2016 podrían ser las de mayor trascendencia en el último siglo. Esta vez no se trata de candidatos y programas dentro de los parámetros sobre los que fue fundada esta nación y que han hecho de los Estados Unidos la primera potencia del mundo. Esta es una lucha ideológica entre dos mundos irreconciliables. Una lucha entre la espiritualidad y el materialismo, el individualismo y el colectivismo, la defensa de la libertad en el mundo y el aislacionismo, la confrontación de los enemigos y el apaciguamiento, el capitalismo y el socialismo. No es hora de paños tibios ni de tomar en cuenta sensibilidades individuales. Es hora de salvar al país postulando a quienes tengan mayores probabilidades de llevarlo de nuevo al rumbo por el que lo encaminaron los visionarios de 1776.
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UN PUEBLO ARMADO NUNCA SUFRIRÁ TIRANOS. Por Alfredo M. Cepero
La realidad, por otro lado, es que el gobierno no puede proteger al ciudadano a todas horas y en todas partes. El ciudadano es, por lo tanto, la primera línea de defensa de sus propiedades y de su integridad personal.
El primero de octubre un loco penetró en el Umpqua Community College en la ciudad de Roseburg, estado de Oregón, desatando una orgía de sangre en la que mató a tiros a una docena de estudiantes indefensos. El centro educativo había sido declarado con anterioridad por su Junta de Gobierno como "zona libre de armas". Por lo tanto, el asesino se despachó a su gusto a sabiendas de que nadie lo confrontaría con la misma fuerza mortífera con la que él se proponía dar muerte a sus víctimas. Los educadores del Umpqua Community College, al igual que el 90 por ciento de sus colegas en el resto del país, padecen del síndrome incurable de una izquierda fanática empeñada en despersonalizar al ciudadano y convertirlo en siervo del estado. Un ciudadano armado es un obstáculo al dominio absoluto de un estado "todopoderoso". Mientras más fuerte el ciudadano más débil el estado y viceversa. Por eso, el desarme del ciudadano es una de los principales objetivos de los proponentes del estado omnipotente.
De ahí que, ni tardo ni perezoso, el izquierdista en jefe convocara una festinada conferencia de prensa en que, más que lamentar la masacre, se dio a la tarea de promover su agenda de prohibición de armas. Mis lectores no me tienen que creer ni sus defensores pueden negarlo. El mismo Barack Obama lo confirmó con absoluta claridad cuando dijo: "Y, desde luego, como cuestión de rutina, muchos dirán que Obama ha politizado el asunto. Muy bien, esto es algo que tenemos que politizar. Es algo de importancia para nuestro modo de vida en comunidad y para nuestro organismos políticos". Más claro ni el agua, ni más indignante tampoco.
Las víctimas todavía yacían esparcidas en el lugar de la tragedia y el primer mandatario de su país injuriaba su memoria utilizándolas para sus fines políticos. De los fanáticos se puede esperar cualquier bajeza pero este hombre se debió haber conducido en concordancia con la dignidad requerida a un Presidente de los Estados Unidos. Pero eso sería pedir demasiado a un Obama que se abochorna del país que lo distinguió con tan alto honor, que viola su constitución, que abandona a sus amigos y que hace causa común con los enemigos que se proponen destruir a este país.
Para su crédito, los ciudadanos de Roseburg se condujeron a la altura del insulto. Reaccionaron con la dignidad y la firmeza de los hombres celosos de su libertad y defensores de su derecho a portar armas. Recibieron al presidente como muy pocos se han atrevido a hacerlo. Sin temor a ser atacados de racistas, le dijeron "estamos unidos", "¿puedes escucharnos? regresa a tu casa", "no te metas con mis armas". Obama se escondió de sus críticos bajo la protección de las armas del Servicio Secreto. La misma protección que disfrutan sus hijas y a la que tienen derecho los estudiantes más humildes de los planteles educativos de los Estados Unidos. Eso se lograría con guardias armados y debidamente acreditados en los centros educativos de este país. Pero eso sería anatema para una izquierda de la cual Obama es apasionado militante.
Una izquierda que cierra los ojos a la realidad cuando no conviene a su agenda ideológica. Según el Chicago Tribune, en lo que va de este 2015, se han producido 2,384 víctimas de armas de fuego en la ciudad de Chicago, la misma donde Obama inició su vida política. A este paso, las estadísticas van en camino de superar las 2,587 víctimas de 2014. Lo más trágico es que los agresores y sus víctimas son ciudadanos pobres y de raza negra, los mismos que los demócratas dicen defender para llevarlos a las urnas como corderos en días de elecciones. Esta carnicería jamás habría sido tolerada en los barrios de los ricos que financian las campañas electorales de Barack Obama y de sus apandillados de la izquierda política.
La realidad, por otro lado, es que el gobierno no puede proteger al ciudadano a todas horas y en todas partes. El ciudadano es, por lo tanto, la primera línea de defensa de sus propiedades y de su integridad personal. Sobre todo, en estos tiempos en que los policías actúan con cautela en respuesta a las diatribas de una izquierda que los acusa de brutalidad en su trato con las minorías.
Como en muchos otros temas, los Padres Fundadores de la nación americana fueron unos visionarios. Por eso dieron vida a la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, en su parte conocida como Carta de Derechos, aprobada el 15 de diciembre de 1791. En síntesis, esta enmienda da el derecho a portar armas a todos los ciudadanos sin antecedentes penales y respetuosos de las leyes. En su texto original dijeron: "Siendo necesaria una Milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido". Se me antoja que éste es uno de los factores por los cuales en los Estados Unidos no ha habido un tirano ni se ha producido un solo golpe de estado en casi 240 años.
Como sabemos, ese no fue el caso de la Alemania de Hitler, la Cuba de Castro ni la Venezuela de Chávez. En un extenso libro sobre el Tercer Reich, el abogado y erudito Stephen Halbrook realizó un profundo estudio sobre el uso de las leyes de control de armas por el régimen de Hitler para neutralizar a sus opositores políticos, principalmente a los judíos alemanes. Según el abogado, esas leyes facilitaron el holocausto. En uno de los pasajes, el autor cita a Hitler diciendo: "Nuestro mayor error sería permitir la posesión de armas por individuos de razas inferiores". En su libro, publicado en 2013, Halbrook agrega que, de haber estado mejor armadas, las víctimas pudieron haber resistido con éxito la represión nazi.
Aquellos "senior citizens" que lean este trabajo deben recordar el monopolio de las armas por el régimen de Castro desde sus inicios, comenzando por las disputa entre el Movimiento 26 de Julio y el Directorio 13 de Marzo por el control del Palacio Presidencial. En los primeros días de aquel turbulento y fatídico enero de 1959, el entonces comandante Rolando Cubelas tomo posesión del Palacio a nombre del Directorio. Con su habitual demagogia, el tirano se fue a la televisión y le pidió al Directorio que depusiera las armas y entregara el Palacio. Un pueblo hechizado e ignorante convirtió en lema una frase del tirano: "¿Armas para qué? Las "armas para qué" fueron el preámbulo de "elecciones para qué" y de esta tiranía de más de medio siglo.
Desde luego que el precoz admirador de Hitler se refería a las armas en manos de sus adversarios. Él se armó hasta los dientes y se dedicó a comprar armas en Francia y en Bélgica que utilizó en invasiones contra Panamá, Republica Dominicana, Venezuela, Nicaragua y otros países hispanoamericanos. Después recibiría de regalo millares de toneladas de armas de Moscú en las guerras que llevaría a Cabo en África y el Oriente Medio como condotiero de la Unión Soviética.
Por su parte, como copia al carbón del régimen de Castro, el chavismo aplica la fórmula diseñada y aplicada con éxito por más de medio siglo por la tiranía cubana. Ramiro Valdés y Diosdado Cabello son los matarifes de las dos mafias que monopolizan el derecho absoluto de posesión de armas. Como durante años el pueblo cubano, el pueblo venezolano, desarmado y hambreado, es objeto ahora de cárcel, palizas y plomo.
Ese es el destino frente al que se rebelan americanos como los que en Roseburg, Oregón, le dijeron al amigo y protector de los Castro "no te metas con mis armas". Esa es la fórmula de la libertad triunfante que, como dije hace algún tiempo en uno de mis poemas, "no teme a tiranos ni se deja encarcelar la palabra".
alfredocepero@bellsouth.net Director de ["La Nueva Nación"] Sígame en: http://twitter.com/@AlfredoCepero
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