"Tomás". Por Marta Requeiro Dueñas.
FOTO DE ARRIBA: Tomás Sánchez Requeiro. Excelente pintor cubano. Su arte es figurativo, usa un lenguaje representativo para hacer una metáfora del estado de la mente y a través de ahí representar la naturaleza y el entorno.
Tomás es un nombre normal, como cualquier otro nombre masculino.
Pero el Tomás que conozco desde niña, y el que destacaré en este escrito es un ser excepcional. Desde que tengo uso de razón él ya estaba en la familia. Tony, o Tonito, así llamaban en casa al hijo mayor de una de mis tías, hermana de mi papá.
"Él es del campo", decían, porque no había nacido en La Habana y a todo el que no era de la capital lo definían así. "De allá del Central Perseverancia (que luego se llamó 1ro de Mayo), que está en Aguada de Pasajeros..." Y yo imaginaba que el nombre de ese pintoresco pueblo de la ciudad de Cienfuegos se debía a que, como decían que era "campo", tendría caminos de tierra y los viajeros al llegar al lugar, se mojaban bajo la lluvia y andaban todos "pasados por agua". Si no, ¡¿qué lógica tendría atribuirle ese nombre a esa localidad?!
Tony, Tonito o Tomás, había sido muy enfermizo desde pequeño, y cuando no podía ir a la escuela se quedaba en la casa dibujando. Me imagino la cara de su madre al ver que, a diferencia de los demás niños de su edad, él podía quedarse tranquilo pintando -¡horas enteras!- y que, además, lo hacía con talento. Después supimos que la veta artística la había heredado de ella, cuando la vimos incursionar en la pintura.
Él es el protagonista de agradables vivencias que conservo de cuando era apenas una niña. Era uno de los primos que más nos visitaba; conversaba mucho con mis padres, siempre ha sido un excelente conversador. Lo recuerdo sentado en el portal de la casa hablando de cómo le iba en la Escuela Nacional de Arte de La Habana (ENA), en la que se hallaba becado, y la que se había ganado por buen comportamiento y por las aptitudes extraordinarias que demostraba como dibujante.
Pero lo que más me gustaba, de su presencia en casa, era que me tomaba en cuenta y escuchaba. Yo tendría unos ocho o nueve años y ya él rondaba los veinte. Me miraba con sus profundos y serenos ojos oscuros, oyéndome cada palabra, y luego esbozaba una sonrisa, un tanto ladeada, con la que sacaba a relucir su nariz aguileña.
_ ¡¿De verdad quieres ser bailarina?! -me preguntó, con algo de orgullo en la voz, una tarde en la que quiso saber de mis aspiraciones futuras. _ Sí -le respondí con un poco de temor de que ese "sí" me estuviera obligando a hacer algo de lo que aún no estaba muy segura. No dije nada más, por no apagar la chispa de ilusión, ¡o de sorpresa!, que descubrí en su mirada. _ ¡Entonces voy a ayudarte! Vamos a empezar a hacer ejercicios de estiramiento, elongación y poses que, yo sé, hacen en la escuela de ballet.
Desde entonces empezó a venir con más frecuencia. Mi hermana, que era más pequeña, tenía su cuna al lado de mi cama y pegada a la pared, hacia una esquina del cuarto. Hasta lo alto de la baranda, hacía el primo que yo levantara las piernas en forma alternada y repetidas veces. Por supuesto, previo ejercicios de calentamiento y después de intentar que yo realizara las posiciones básicas de ballet. Pero, no, no sacaba nada bueno de mi; yo no quería decepcionarlo y me esforzaba al máximo, cuidando además mi dieta, pues mi madre estaba a su lado en esa batalla y me hacía comer mínimas porciones de alimentos, cero dulces y mucha ensalada. Aguantaba las ganas de hartarme de chocolates y cosas ricas, ¡hasta más no poder! Solo el hecho de alcanzar mi objetivo me hacía persistir.
Tenía una química especial con mi primo, siempre estuve orgullosa de él porque sentía pasión en lo que hacía: dibujar, y demás le iba muy bien. Me hacía sentir querida el hecho de que, a pesar de todas sus obligaciones, tenía tiempo para mí. Me preparó lo más que pudo, y yo puse todo de mi parte. Él le avisó a mi madre y ella fue a inscribirme un día cualquiera, pero inolvidable, cuando la escuela de ballet de la ENA -donde él continuaba destacándose cada día más- comenzó a captar nuevos talentos. Hasta allá llegamos. Me cambié en un baño que encontramos por uno de esos extensos pasillos, con techos enormes de forma convexa y color terracota, y nos paramos a esperar en la puerta del salón donde tendría lugar la prueba de aptitud. Los niños que serían evaluado debían aguardar allí hasta ser llamados por su nombre para entrar. Entre los postulantes se apreciaban niñas esbeltas y ligeras como gacelas, con pieles impecables, sin moratones ni arañazos, sin marcas del sol, y sin una gota de grasa en sus cuerpos. Parecían flotar. Hacían ejercicios de estiramiento y practicaban la típica posición de juntar los talones y separar las puntas a 180 grados. Sin embargo yo -entre ellas- por mucho que me erguía, metía el vientre hacia adentro y aguantaba la respiración naturaleza marimacha de montar chivichana, treparme en los árboles de guayaba, mango, y ciruelas, y tener un apetito voraz; me delataba como una incompetente para tan delicada profesión, a pesar de todo el esfuerzo realizado para estar ahí.
Al fin escuché mi nombre y entré. Descubrí un amplio salón en el que solo había una mesa larga donde estaba sentado el jurado que me examinaría; compuesto por media docena de señores serios, callados, y de mirada aguda, que no paraban de observarme como bicho raro. La evaluación que dieron de mí los expertos en la materia -entre los que vi destacadas figuras del ballet- esos que saben descubrir de una simple ojeada que: "la cabra tiraba pa'l monte"..., fue rotunda. Dictaminaron que no podía entrar a la escuela de ballet porque tenía los pies planos, el cuello corto y una estatura superior al promedio de las niñas de mi edad. Considero que fueron muy amables al no decir nada de mis anchas caderas. _ ¡¿Quieres apuntarte para estudiar violín?! - sugirió alguien, no sé quién, pues la frustración y las ganas de llorar me cegaban.
Hoy, confieso, me hubiera gustado ser violinista, o guitarrista quizás, pero mi madre no hubiera podido estar llevándome y trayéndome de regreso a casa desde tan lejos, todos los días, y con otra hija pequeña que cuidar. Desde entonces mi única relación con el arte de la danza se limitó a ir a ver las presentaciones del Ballet Nacional de Cuba y del Ballet Ruso cuando actuaban en el Teatro Nacional, o algún que otro pinino que realicé en danza moderna durante mis años de estudiante en la Isla de la Juventud.
Mi primo no tuvo la culpa de mi eliminación como candidata a futura bailarina, ¡claro está!, ni yo tampoco, ¡lógico! Era como si le hubieran pedido a una jicoteita realizar con elegancia un acto de contorsionismo. ¡Pobre animalito!.
Tomás, el primo, nunca dejó de tenernos presente, aunque después no seguía yendo con la misma frecuencia con que lo hacía al inicio de sus estudios. Ya comenzaba a resaltar de manera brillante en lo que hacía.
En 1971, año de su graduación, ganó el Primer Premio de Dibujo del Salón Nacional para Artistas Jóvenes.
Mi abuela -la de ambos- según los datos que me dicta la memoria, tenía colgada una pequeña litografía en la sala de su casita de Luyanó. En el centro visual de aquella se podía observar un diminuto hombre mirando hacia arriba con la boca abierta, como tratando de comerse una inmensa tajada de melón que tenía sobre su cabeza. Los otros elementos de la imagen no los recuerdo con claridad, sin embargo, la inmensa tajada de melón es imborrable.
Sus primeras pinturas eran muy coloridas, como extraídas de un mundo fantasioso e ilógico. Observándolas me preguntaba cómo podía el primo imaginar cosas como esas y a la vez pintarlas de manera atrayente y creíble. Aquellos primeros frutos de su ingenio distan mucho de los de ahora.
Se comenzó a hablar de él en todos los diarios y revistas de la isla, empezó a viajar y a ganar premios. Por ahí debo tener algún recorte amarillento, guardado como reliquia entre las fotos de familia, de aquellas notas periodísticas que lo ensalzaban.
En casa de otra tía nuestra, que sin temor a equivocarme puedo decir que fue su segunda madre, pintó en toda la pared lateral del comedor, un pequeño islote con árboles altos y frondosos en sus cimas, la fiel imagen de una zona biótica que emergía del agua y se reflejaba en ésta como en un gran espejo azul verdoso. Era para pasar horas enteras contemplando cada detalle, el más mínimo era tan pequeño como grandioso en sí. Aquella vista dejaba los pelos de punta, como si el apartamento de tía tuviera una vista hacia un manglar inmóvil en el que solo cambiaba la intensidad y disposición de la luz, dependiendo del reflejo del sol que provenía de los ventanales durante las diferentes horas del día.
Luego siguió avanzando en su carrera, haciéndose merecidamente famoso y respetado. Ya era un paisajista de primer nivel, sin dejar de ser el mismo primo de siempre: afable, cariñoso y cercano. Por sus méritos le obsequiaron un Polsky, y fue a practicar manejo por el barrio. Otra oportunidad para verlo, conversar, escucharlo -como es mi preferencia- y dar una vuelta a la manzana.
En lo que llevamos de vida no nos hemos podido ver, disfrutar y conversar, todo lo que hubiese querido pero donde quiera que he estado viviendo, un día cualquiera, el menos esperado: me llama. No me siento incómoda conversando con él a pesar de su fama. Es una persona simple como solo pueden serlo los grandes de espíritu, los que no necesitan demostrar nada porque sus talentos hablan por sí solos.
A cualquier lienzo que Tomás le hace el primer trazo, guiando al pincel con la maravillosa maquinaria de creación artística que es su cerebro, le hace un juramento de perfección. Vuelca en él su esencia, su sello, que culmina con una creación divina subrayada con su firma. Una obra lista para que en ella se posen miradas de admiración.
"¡No es una pintura, es una foto!" "¡Increíble!"... Es el comentario que hacen siempre los observadores que inmediatamente se fanatizan.
Me atraen todos sus cuadros. Estar frente a sus Basureros llenos de detalles tan meticulosamente trabajados, hacen que me pregunté cómo una lata o una bolsa de nylon pueden parecer tan reales que dan la impresión de salirse del plano. Su serie de cuadros Islas deja al observador extasiado, brindándole paz al primer contacto visual.
A finales de los años ochenta daban un programa infantil por televisión llamado Arcoíris Musical. Al rededor de las seis de la tarde, todos los días, sentaba a mis hijos frente a la pantalla a disfrutar del mismo. En él salían dos títeres: Dicci (de diccionario) y Meñique, diseñados por Tomás.
Entre sus más significativas exhibiciones personales están: Retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes, La Habana, 1985. Que tuve la oportunidad de ver.
Sin dejar de lado o restarle importancia y calidad a su labor icónica: la pintura. Con su incansable espíritu creador, acompañado de su musa que nunca lo abandona, actualmente trabaja la cerámica, la fotografía, y la joyería. Una pieza única confeccionada en oro, de diseño vanguardista y elegante, pude apreciar en el museo de arte "The Bass" de Miami Beach, hace un par de años atrás.
Los que lo conocen y han tenido el privilegio de contar con él en sus vidas, como familiar o amigo, sabrán que no exagero al hablar de él como persona, por su nobleza y sencillez. A los que no, les dedico este escrito; que se haría muy extenso si además incluyera, aunque simplificada, toda su trayectoria creadora.
Si desean saber más detalles de él como artista, de su obra, les invito a buscar en Google o en Wikipedia. Yo aquí solo quise hablar de Tomás Sánchez Requeiro, mi querido primo.
luis_balboa02@yahoo.es
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