CHE GUEVARA. EL POSIBLE FIN DE UN FORZADO MITO. (Primera parte). Por el Doctor Alberto Roteta Dorado.
Naples. Estados Unidos.- La idolatría y la veneración han estado presentes y muy arraigadas en los sentimientos de los hombres desde tiempos muy antiguos y desde cualquier latitud. Las grandes marchas procesionales en las que miles de peregrinos se unen para adorar la imagen de alguien a quien consideran santo han estado presentes desde un lejano pasado que se nos pierde en la inmensidad de los tiempos, y aunque muchos no estén conformes con estas modalidades dentro de la religión, han de admitir que forman parte de la cultura de los pueblos, independientemente de su rol en el campo de la religión, no solo dentro del Cristianismo, la más cercana a nosotros por nuestras tradiciones, sino de la mayoría de las grandes religiones del mundo.
Lamentablemente, también se adoró a ciertas personalidades que no han estado vinculadas a lo religioso. En este sentido, merece destacarse la atracción que los hombres han sentido hacia líderes, políticos, deportistas, artistas y escritores, a los que no solo pidieron el tradicional autógrafo, sino que han rendido culto -a modo de talismanes sagrados que, cual verdaderos fetiches, han colocado en bien resguardados sitiales- a prendas, accesorios, fotos, o cualquier otro objeto que supuestamente pudo haber pertenecido a dichas personalidades.
Cuando estos hombres, devenidos en semidioses, o en alguna modalidad de difícil definición entre lo angélico y lo humano, es un personaje positivo, dadas sus virtudes y cualidades, no debe ser motivo de preocupación, y lejos de causar un impacto negativo en las multitudes puede servir como móvil para el descubrimiento de algunos de estos personajes a los que se les rinde culto. No obstante, cuando esa adoración se ofrece a seres que resultan ser verdaderos paradigmas de todas las antivirtudes humanas, entonces la idolatría ejerce una maléfica influencia sobre aquellos que, inspirados y dejados arrastrar por el fanatismo se unen de manera masiva en actos de adoración.
En este último caso se destaca sobremanera la siniestra figura de Ernesto Guevara de la Serna (1928-1967), quien representa la encarnación del mal y los poderes de las obscuras y tenebrosas tinieblas -lo que pudiera parecer a nuestros lectores algo novelesco que envuelvo en la ficción y el misterio para atrapar su atención, pero lejos de esta idea, lo que afirmo pudiera ser una realidad que añadiríamos al mito guevariano-; aunque las multitudes, en su ignorancia, no perciban su maleficencia en su real dimensión y transmuten su vil maldad en heroicos actos.
La más universal de sus fotos, en la que aparece con una boina negra mirando a lo lejos, tomada por el fotógrafo comunista cubano Alberto Díaz Korda (1928-2001), el 5 de marzo de 1960, cuando Guevara tenía treinta y un años, durante un entierro de las víctimas de la explosión de La Coubre -foto que en realidad no se conoció hasta pasados siete años, una vez que se supo de su muerte, cuando el editor, político y activista comunista italiano Giangiacomo Feltrinelli (1926-1972) publicó el Diario del Che en Bolivia e imprimió la imagen en un gran póster-, nos da la posibilidad de adentrarnos en la especulación acerca de ese mundo maléfico y oscuro al que me he referido.
La boina tiene en su parte delantera y hacia su centro una estrella de cinco puntas; aunque de manera invertida. Este símbolo universal en su forma más conocida, o sea, como una estrella pentagonal con su punta hacia arriba, representa al hombre en su complejidad y en su real dimensión, desde el punto de vista físico, emocional, intelectual, intuicional y espiritual, con lo que se completan cinco aspectos, uno para cada punta, que representan los principios de acuerdo a la constitución del hombre; aunque las modalidades más recónditas o esotéricas hacen referencia a siete principios. Dicho símbolo ha sido importante para casi todas las culturas de la antigüedad y podemos encontrarlo tanto en Latinoamérica como en China, Grecia y Egipto. Ha sido hallado en cuevas del Neolítico, en dibujos babilonios y escrituras hebreas. Otras interpretaciones lo asocian a los cuatro elementos, y al espíritu puro. Las cuatro puntas a los lados representan cada uno de los cuatro elementos (Aire, Tierra, Fuego y Agua, de izquierda a derecha), y la punta superior es el Espíritu.
Foto debajo: Obsérvese la inversión de la estrella. La punta principal hacia abajo y las dos puntas hacia arriba cambian completamente el significado del símbolo. Ahora el satánico guerrillero lo utiliza como símbolo del mal, de la perversidad y de los poderes de las tinieblas.
Pero la boina del Che en su famosa foto no tiene precisamente una estrella en su forma positiva, o en su lado bueno; sino que la invirtió para aproximarla a un Baphomet, el símbolo de Satán. Emblema que consta de tres elementos: la estrella pentagonal o pentagrama invertido, los símbolos gráficos colocados junto a cada una de las puntas y el rostro de un macho cabrío. Según el escritor y ocultista francés Stanislas de Guaita (1861-1897), cofundador de la Orden Cabalística de la Rosa-Cruz, el pentagrama invertido es un símbolo de inequidad, perdición y blasfemia, así como de la idolatría de la putrefacción. La Cabra Sabática o Baphomet representa la predominancia de la carnalidad sobre el lado espiritual de las cosas.
En fin, que todo símbolo que se invierta representa la antítesis de su original, y se suele asociar a actos de maldad, de magia negra y de hechicería, en los que el derramamiento de la sangre, ya sea humana o animal, constituye un aspecto que encierra un significado maléfico, algo que debe tenerse en cuenta al analizar esa necesidad insaciable de asesinar por placer y por ver correr la sangre de sus víctimas tan arraigada en el Che Guevara.
Por desgracia, Guevara de la Serna fue mitificado a pesar de su controversial trayectoria, y la historia, el destino, el karma, o lo que sea, quiso que trascendiera, por ya casi medio siglo, como el indomable guerrillero argentino capaz de “quemar la brisa con soles de primavera”, a pesar del elemento satánico de su boina, de sus cientos de asesinatos, de su excentricidad y de sus concepciones respecto al odio entre los hombres y a la utilidad de los fusilamientos masivos.
Nacido en Rosario, Argentina, se vinculó en su juventud a la lucha insurreccional dirigida por Fidel Castro (1926-2016), quien competía con su maldad y su arrogancia con el entonces joven médico -profesión que jamás ejerció, y que hoy se pone en duda su veracidad. Recordemos que se ganó burlas como “sacamuelas” entre los barbudos de la Sierra ante su incapacidad y pocos aciertos como posible médico-. La asunción del poder por parte de Castro en 1959 colocó a Guevara en cierta posición privilegiada dentro de la alta cúpula de gobierno, llegando a ocupar importantes cargos de dirección en esferas con las que nada tenía que ver.
Adoptó la ciudadanía cubana -algo que carece de significado en sí, por cuanto, un documento que pudo haber sido falso, no es una muestra convincente de la verdadera nacionalidad de alguien, y por encima de esta condición de ciudadanía está su bochornosa trayectoria en Cuba. Téngase en cuenta que desempeñó varios altos cargos en la administración y Gobierno de Cuba, sobre todo en el área económica. Fue presidente del Banco Nacional, director del Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) y ministro de Industrias, además de sus funciones diplomáticas como enviado del gobierno cubano en diversas misiones internacionales.
Foto arriba: Sus asesinatos sin sentido, por el solo hecho de ver correr la sangre, y para autosatisfacer su sed criminal y su espíritu vengativo, son pruebas de aquella enfermiza pasión tan arraigada en el Che.
De todas sus funciones y misiones en los primeros años del llamado proceso revolucionario cubano se destaca su cargo al frente de la Fortaleza de La Cabaña, en las cercanías del litoral habanero, sitio devenido en símbolo de los más atroces asesinatos, ya fueran ejecutados por él mismo, u ordenados. Con esta “responsabilidad” podía saciar sus ansias de sangre y su enfermizo instinto de asesinar por placer, lo que ha determinado que su espectral sombra sea percibida en la antigua fortaleza habanera por algunos psíquicos y videntes, o como diríamos de manera más moderna y científica, algunos sensibles a la percepción de fenómenos paranormales. Allí, esa afición que luego se convertiría en necesidad de matar por placer, adquirió matices inusitados, al extremo que sobresale dentro de su perfil psicológico como asesino serial.
Pero no voy a repetir, una vez más, lo que ya muchos han tratado. Dejemos a un lado su absurda teoría del hombre nuevo, sus propósitos de extender el comunismo por el mundo mediante focos guerrilleros por América, sus cientos de asesinatos en los años iniciales de la revolución cubana, su predicación sobre la necesidad de sembrar el odio entre los hombres, sus vulgaridades y falta de tacto resultantes de su indiferencia ante la posible educación recibida de sus padres, o las dudas acerca de la veracidad de su doctorado en medicina. Tratemos pues, el tema del mito guevariano, lo que ha sido el móvil esencial para esa idolatría sin igual y aquel desenfrenado culto que matizan su figura.
La mitificación del Che a partir de su muerte. De modo paradójico, el temerario psicópata ha sido objeto de una veneración que lo convierten en una de las figuras más admiradas de la historia, algo que, nos guste o no, hemos de admitir. De ahí que lo mismo se pueda encontrar su rostro plasmado en un fino lienzo resultante de la inspiración de algún reconocido maestro de las artes plásticas, que alzado en enormes pedestales en plazas y parques que pretenden inmortalizar su figura a través del arte de esculpir la piedra o los misterios de trabajar el bronce, que en los sitios menos esperados de los recónditos Andes de Suramérica, en Alausí, la pintoresca ciudadela protegida por inmensas montañas y sumergida en la niebla, en la vieja pared que se resiste al tiempo y la prefieren decorar con su imagen guerrillera, al lado de Gandhi, en una municipalidad que se dispersa en el olvido suramericano, en las tiendas para turistas de las pomposas ciudades del continente americano, en la más remota librería, pero allí está, y lo peor, que su “enseñanza” se sigue editando y vendiendo en el continente que el mismo intentó esclavizar bajo la óptica del comunismo con su teoría del hombre nuevo.
Este desmedido culto se ha prolongado por casi medio siglo, si admitimos que comenzara con su muerte en suelo boliviano, en 1967. La mitificación de su figura comenzó tan pronto se supo de su captura y de su muerte, a la vez que se difundía la noticia. Una muerte que se encargaron de envolver en un misterio que jamás mereció, por cuanto se dice que murió como un cobarde, suplicando que no lo mataran porque era más útil entre los vivos -suponiendo que esta idea sea cierta y no forme también parte del mito guevariano-. De ser cierta esta más que trillada información, sería una reafirmación de una cobardía que de manera chocante se interpondría al naciente mito con el que se inmortalizara su imagen guerrillera, y el “caballero sin miedo y sin tacha” quedaría eclipsado ante el temor natural que los mortales experimentamos al saber que se acerca el fin de nuestra existencia.
Lea la Segunda Parte.
albertorot65@gmail.com
Publicado originalmente en la edición del lunes 2 de octubre de 2017 en Cubanálisis.
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