Las elecciones y un flash en el recuerdo. Por Marta M. Requeiro Dueñas.
Sinceramente me sacude una nostalgia envuelta en tristeza cada vez que veo fotos de Cuba, de sus calles y pueblos.
Son más las zonas destruidas, las que parecen pertenecer a un país en guerra, que las engalanadas para el disfrute turístico o el deleite (visual solamente) de los cubanos.
Todas esas instantáneas pulularán en las redes sociales y se perpetuarán en el tiempo como en mí el recuerdo de cada rincón que visité y en el que viví. Viéndolas me sorprendo de cómo el cotidiano vivir espanta el tiempo de un soplo. Y me digo: ¡Qué rápido pasa la niñez, la adolescencia, la juventud!... ¡La vida! Y ¿qué ha sido del atractivo de esos lugares, de su encanto y su magia? Aparecen los vecinos del barrio o sus icónicos personajes más deteriorados por la necesidades y la falta de recursos que por él paso del tiempo. Veo a muchos sin dientes, curtidos por él sol, desmejorados, con miradas tristes y siento una profunda pena. Todo se ha marchado con nosotros, con los que pudimos irnos. En su lugar quedaron: la estrecha subsistencia, el desasosiego y la poca esperanza.
Tengo nítido el recuerdo de mis vacaciones, siempre las mismas, cuando iba de visita a casa de mis abuelos a Camajuaní, de salir con una lata a pescar guayacones y renacuajos en la cuneta que pasaba frente a aquella humilde casa de madera y tejas. Y cómo aprovechaba el descuido de mi abuelo, "El Turco", para sacar monedas; las que me cupieran en un puño, en un rápido meter y sacar, desde lo profundo de uno de los bolsillos de su pantalón colgado tras la puerta del cuarto, para ir a comprar limonada, ¡la más fría y rica que recuerde!, y dulces, al el quiosco Azuquita situado entre la Calle Real y la línea del tren. La del mismo que, si decidíamos viajar en él desde La Habana, pasaba por frente a la casa familiar estremeciéndole el piso y alborotando a los niños que salían tanto a decir adiós como a tratar de correr más rápido que el convoy, o a tirar piedras. Hoy la cañada se ha secado, el quiosco Azuquita no existe y los dulces exquisitos, la limonada (excepto la que hagamos en casa), y los refrescos se venden en dólares.
Es esa niñez y la de mis hijos la que la memoria sostiene sin reparar en años de diferencias, quizás porque cuando se tiene hijos volvemos a ser niños, imbuidos en su inocencia, porque al fin y al cabo la niñez, cargada incluso de una dosis de ingenua maldad, es común para todos o porque los escenarios en que se desarrollaron ambas fueron los mismos: el pueblo perteneciente a la Ciudad de las Villas y las costeras calles del La Habana del Este. Hoy ambos lugares destruidos tras el fuerte paso de la Involución y todos sus humildes hijos afectados por ello.
Por eso me place recordar lugares que a la memoria vienen sin destiño, con olores y sonidos. Tan nítidos como en el ayer. Pero, ¡qué pena apreciar que todo en aquellos lugares que me vieron nacer y crecer han perdido tanto en esencia!, y que el interés de los que allá viven ahora no es mayor ni otro que el de lograr subsistir. Que cuesta tanto despertar las ansias de una lucha emancipadora, ¡tanto!, que hoy al igual que el resto del país, vuelven a votar por los mismos que le apretarán más el yugo que los oprime.
Prefiero esa Cuba que recuerdo y a través de mis textos siempre quedará demostrado mi deseo de que un día allá todo sea mejor. Y que al fin Cuba pueda tener unas elecciones libres, sin coacción ni manipulación. ¡Viva Cuba Libre!
luis_balboa02@yahoo.es
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