La “nueva” Constitución cubana: ¿derrota u oportunidad? Por Miriam Celaya Cubanet 28 de junio de 2018
El analfabetismo en materia jurídica y de derechos en Cuba es prácticamente una enfermedad social congénita
WEST PALM BEACH, Estados Unidos.- Una reciente indagación de los colegas Ana León y Augusto César San Martín en torno a las expectativas de varios ciudadanos de cara a la reforma constitucional, motiva reflexionar sobre algunos de los numerosos vacíos en materia de cultura cívica y derechos que padece la población cubana.
Quizás un ejemplo ilustrativo, que retrata de cuerpo entero el colosal trabajo de formación ciudadana que habrá que desarrollar en un eventual escenario de transición hacia la democracia, es la evidencia del desconocimiento casi absoluto de la Ley de leyes por al menos una parte de los cubanos interpelados sobre el tema.
Sin embargo, no solo existe ignorancia e incluso desdén en cuanto a temas constitucionales se refiere. De hecho, el analfabetismo en materia jurídica y de derechos en Cuba es prácticamente una enfermedad social congénita, algo perfectamente comprensible en un país gobernado por décadas a golpe de voluntarismo autocrático, mediante decretos y regulaciones improvisadas que comúnmente superan –y hasta contradicen– la letra, el espíritu, la fuerza y la jerarquía legal de la propia Constitución.
Súmese a esto que tanto el contenido de la Constitución como las leyes, los tribunales que deben hacerlas cumplir y las instituciones que deben velar por el orden, existen en función de garantizar los privilegios del Poder, no así los derechos de la ciudadanía, lo que determina que el sujeto (llamémosle gentilmente el “ciudadano”) –constantemente obligado a delinquir por los imperativos propios de la supervivencia– tiende a enajenarse de un cuerpo legal que ni lo representa ni lo favorece.
Tal confusión jurídica se refleja también en las opiniones cosechadas por León y San Martín, donde un segmento de los participantes, a los que los autores definen como “más radicales”, consideran que en el actual proceso de reforma constitucional “hay que cambiar absolutamente todo, comenzando por la visión política a partir de la cual será redactado el nuevo documento”; mientras otra cantidad imprecisa de testimonios manifiestan “aspiraciones modestas”, de las que solo se nos revela una: “aumento de salarios y pensiones”. Un anhelo que en todo caso se relacionaría con una ley específica, pero no con una Constitución.
Lamentablemente desconocemos el número de sujetos implicados en el referido sondeo periodístico y también carecemos de otros datos sobre ellos, como por ejemplo sus edades, ocupaciones y lugares de residencia, que pudieran resultar útiles para aventurar valoraciones adicionales. Por esta razón –al escasear en testimonios y abundar sobre todo en criterios emitidos por los autores– el texto no alcanza a satisfacer las expectativas que sugiere el título.
No obstante, es de agradecer que León y San Martín traigan a colación un tema de tan raigal importancia como la elaboración de una nueva Ley de leyes en Cuba. En especial si se tiene en cuenta el ambiente de conspiración en que se está cociendo el nuevo Estatuto, el peculiar momento en que se ha decidido su redacción –marcado por el traspaso de la presidencia del país de la llamada “generación histórica” al “relevo generacional”– y el inexplicable hecho de que tan compleja labor esté encabezada precisamente por el ex presidente, General Raúl Castro, quien tuvo la posibilidad de convocar una Constituyente y modificar la Carta Magna durante los más de 10 años que duró su malogrado mandato, y no lo hizo.
Y puesto que ya fue anunciado oficialmente el corsé que ceñirá de antemano la “nueva” Constitución –el carácter irrevocable del socialismo y el papel del Partido Comunista de Cuba como fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado– cabe suponer que las novedades que traiga el nuevo Estatuto sean simples acomodos para disfrazar el sutil retorno al capitalismo que se ha estado produciendo (ilegalmente) ante nuestros ojos.
Con seguridad, la Constitución de Castro II legitimará la muy vilipendiada “explotación del hombre por el hombre”, que regresó hace décadas para emular exitosamente la ya antes sacramentada (aunque nunca explícita) explotación del hombre por el Estado; la presencia privilegiada del capital foráneo; la exclusión de los cubanos y la perpetuación del Poder, todo camuflado bajo el inocente eufemismo de “modelo cubano”.
Es así que, si los medios oficiales han hecho referencia al debate por parte de la Asamblea Nacional del Poder Popular de temas menos conspicuos, como el matrimonio igualitario o la revisión del Código de Familia, no creo tenga como intención catapultar hacia el estrellato político futuro a la infanta Mariela Castro –en un país tan machista y homofóbico se necesita mucho más que el apoyo de un ejército de gays revolucionarios para asumir la presidencia–, sino crear una cortina de humo, una mera distracción que ofrezca al mundo la imagen de que, en efecto, Cuba está cambiando y que es más democrática e inclusiva que muchos países desarrollados. De las UMAP al Palacio de los Matrimonios… ¡Eso sí que es voluntad de cambios, señores!
En cuanto a las libertades políticas y económicas para los cubanos, ya sabemos que esa opción está vetada. La mafia verde olivo, ahora ataviada de elegantes trajes y pulcras guayaberas, moverá solo las fichas que certifiquen sus intereses políticos, avalen sus capitales y mantengan el control social y el “equilibrio político”.
Incluso, puede que astutamente lancen algunas migajas legales que favorezcan en mínimos al exiguo y poco exigente sector privado –un mercado mayorista, aunque no esté surtido ni ofrezca mejores precios que el minorista, por ejemplo– a fin de granjearse su apoyo y acatamiento. Es sabido que, como regla general, las metas de las sociedades largamente sometidas no se relacionan tanto con ser más libres, prósperas e independientes, como con la mezquina aspiración de no pertenecer al mayoritario sector de los más miserables.
Y seguramente los remanentes de la castrocracia y sus herederos políticos harán su jugada legalista tan bien, que podrán mostrar al mundo cómo unos ocho millones de idiotas acudirán dócilmente a las urnas para consagrar con su voto la perpetuidad del despojo de sus derechos. Ya lo hemos visto antes.
Salvo que (¿quién sabe?), las “masas” comprendan que esta vez solo ellas tienen la posibilidad de sorprendernos, y utilicen el poder de su voto para decir “NO” a una Carta Magna que nace mutilada y espuria. Tal vez estemos ante una oportunidad y no ante una derrota.
Quizás algunos líderes de la oposición, tan enfrascados en la defensa de sus propios pequeños egos, están perdiendo una ocasión dorada para demostrarle al mundo que hay una gran cantidad de cubanos que merecen reconocimiento y apoyo en sus aspiraciones democráticas, y –de paso– para aclararle a la autocracia que ya no cuentan con un rebaño unánime y monocorde.
Un mínimo paso, sí, pero un paso hacia adelante. Cierto que sería una labor ardua para líderes y activistas movilizar esta vez hacia las urnas –y no contra ellas– para oponerse con el voto del NO a la conjura del Poder. Cierto también que esto no produciría dinero ni permitiría personalismos, sino al contrario: costaría capital y difuminaría los liderazgos en un “todos”. Por primera vez el líder común sería el electorado. Pero si de lo que realmente se trata es del futuro de Cuba y de los cubanos, bien valdría la pena el esfuerzo.
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