“Todos somos hermanos” … ¿pero algunos lo son más que otros? Por René Gómez Manzano Cubanet 8 de octubre de 2020
Es posible que el mercado no sea una panacea, pero es un hecho seguro que la planificación centralizada, aplicada durante un siglo en decenas de países, no ha arrojado buenos frutos en ningún lugar
LA HABANA, Cuba. – Soy miembro de la comunidad católica de Nuestra Señora del Rosario. Como tal, asisto cada domingo y los días de precepto a la iglesia de 15 y 16, en el Vedado habanero. El pasado sábado, gracias al levantamiento de la cuarentena en la capital, pude encontrarme de nuevo en misa con los restantes hermanos del barrio.
Se trata del templo conocido en la zona como “El Derrumbe”. El nombre alude a los bloques de piedra que durante años estuvieron tirados en el terreno, mientras el sacerdote español de la época, el padre Reginaldo Sánchez, trabajando casi solo, levantaba el edificio sacro. Es posible que se trate del único cura que cuenta con un busto erigido a su memoria, justo frente a la iglesia que edificó, en el parque encuadrado —dato curioso— por las calles 13, 14, 15 y 16. Un acto de justicia, pues si la manzana se libró de ser urbanizada fue sólo gracias a las intensas gestiones del buen peninsular.
He hecho esta introducción sobre creencias personales (que no deben despertar mayor interés entre terceros) con motivo de la encíclica Fratelli tutti (“Todos somos hermanos”) que el pasado día 3 publicó el papa Francisco. Se trata del más reciente de esos documentos voluminosos, importantes, doctrinarios, que muchos citan y pocos leen, que de tiempo en tiempo emite el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. En el caso de Mario Bergoglio, se trata del tercer escrito de esa clase calzado con su firma.
Debo confesar una cosa: desde que supe de la nueva encíclica, me asaltaron serias dudas sobre algunos de sus planteamientos. Pero no me seducía la idea de consagrar un trabajo periodístico a ese tema. Esto me conduciría a manifestarme de manera pública en discrepancia con el jefe de mi religión. Una experiencia vitanda.
Mis prevenciones duraron hasta la prima noche de este martes. El responsable de hacerme cambiar de opinión fue el bodrio propagandístico que con el nombre de “Emisión Estelar del Noticiero Nacional de Televisión”, se emite cada día. En particular, en el de este martes 6 se destacó un reportaje laudatorio de la reciente encíclica.
El pasaje que más ha llamado mi atención en el enjundioso documento es aquel en el que Francisco, incursionando en el terreno de la Economía Política, afirma: “El mercado solo no resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal”.
Si tomamos en cuenta lo mucho que los rojos y rosados de todo tipo emplean la última frase citada (la “fe neoliberal”) y la carga peyorativa que le dan, pienso que hubiera sido preferible que el Papa hubiese evitado utilizarla. Pero esto es más bien un detalle. Más importante considero la descalificación del mercado.
Y no porque sea necesariamente falso que el mercado libre no constituya una panacea para todos los males de la economía. Es posible —y aun probable— que si complementamos el libre mercado con otras medidas (como las que nos aconseja la Doctrina Social de la misma Iglesia Católica) podamos obtener mejores resultados.
Pero el problema radica en que, desde hace más de un siglo, en la teoría y la práctica se han enfrentado dos enfoques político-económicos irreconciliables: Uno que postula, sí, el papel preponderante del mercado. Y otro que confía en la planificación centralizada.
Este último es el método predilecto de los socialistas de todo pelaje. Conforme a él, correspondería a un grupo de dirigentes (cargados —debemos suponer— de gran sabiduría y excelentes intenciones) determinar qué y cuánto debe producir cada fábrica o granja del país.
En el papel, todo presenta un aspecto magnífico. Pero en la práctica (sí, la misma que Carlos Marx declaraba ser “el criterio de la verdad”), el experimento ha arrojado una serie interminable de fracasos y francos desastres. Esto ha incluido hambrunas espantosas, que han desembocado en decenas de millones de seres humanos muertos. Como en la Unión Soviética de Stalin y en la China de Mao.
Y conste que no estamos hablando sólo de realidades de la centuria pasada. Hoy mismo, en diversos países —incluyendo algunos que son o se supone que sean de mayoría católica, como Cuba, Venezuela y Nicaragua— las recetas fracasadas de la planificación centralizada siguen demostrando con creces su inoperancia total.
En la Gran Antilla, por ejemplo, más de seis decenios de socialismo han convertido al país —otrora de pujante economía y gran inmigración— en un pordiosero internacional. Venezuela (que de seguro tiene las mayores riquezas naturales per cápita de nuestro hemisferio) es habitada hoy por súbditos famélicos de los que más de cinco millones han huido hacia cualquier país que les abra las puertas.
Entonces, debemos concluir en que sí, es posible que el mercado no sea una panacea. Pero es un hecho seguro que la planificación centralizada, aplicada durante un siglo en decenas de países, no ha arrojado buenos frutos en ningún lugar. Y en algunos ha producido hambrunas espantosas con características genocidas.
Entonces pienso que si Francisco deseaba adentrarse en el dilema mercado-planificación, y explicitar su opinión sobre una de las alternativas (que “el mercado solo no resuelve todo”), entonces pienso que bien pudo puntualizar que la otra opción —el centralismo anti-mercado— representa una abominación contraria a la naturaleza humana. (Esto dicho —claro— en un lenguaje menos beligerante, cual cuadra a un papa).
Lo anterior, a su vez, habría permitido que el Santo Padre explicitara su solidaridad con los pueblos más desdichados de las Américas: los de Cuba, Venezuela y Nicaragua, que bien necesitan una voz de aliento. Máxime de una tan prestigiosa como la del jefe mundial de la iglesia mayoritaria en esos mismos países.
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