Mil y una formas de escapar de Cuba Por Ernesto Pérez Chang Cubanet 22 de agosto de 2023
 Installación del artista Carlos Nicanor en el Malecon de La Habana (foto del autor)
LA HABANA, Cuba. – En mayo de 2022, el joven Pablo Mantilla Masa logró llegar a Estados Unidos en una tabla de surf, después de estar a la deriva durante horas. La proeza fue tan increíble que a los pocos días el propio joven reveló la posibilidad de que Netflix llevara su historia a la pantalla.
Quizás, lo que a los productores sin dudas resultó excepcional dejó de serlo porque, investigando para el guion del filme, alguien pudo haber descubierto que ya antes, en marzo, el instructor de buceo Elián López, había logrado lo mismo, y que incluso ya tan lejos como en febrero de 2014, el joven Henry Vergara Negrín, con solo 24 años, se había convertido en el primer cubano en surcar el estrecho de Florida en un medio tan frágil, incluso sin chaleco salvavidas.
Pero 2022 fue, sin dudas, un año de balseros en tablas de surf y hasta en kayak inflables, porque fueron varios los que emprendieron su fuga de modo similar, convirtiéndose las hazañas de Pablo, Elián y Henry en una práctica casi “común”, así como durante años lo han hecho miles de cubanos y cubanas en balsas improvisadas y en todo tipo de artefactos, algunos con éxito mientras otros han perdido la vida en el camino.
Todas las historias, desde 1959 hasta la gran cacería de brujas de los años 70, desde el via crucis de los años 80 con los sucesos de la Embajada de Perú hasta las anécdotas que pudieran parecer más insignificantes —incluso esas 40.000 que han parecido “fáciles” bajo el amparo del “parole humanitario”—, serían dignas de ser narradas cada una en filmes y libros, como garantía de preservar la memoria de un país donde siempre son más los que están dispuestos a olvidar.
Pero hay unas cuantas que por excepcionales dan cuenta de la magnitud de la desesperación de los cubanos por huir de una realidad que los ha llevado al borde de la locura.
“Era un bloque de hielo”. Así, con esas palabras, lo describió, para un periódico de Madrid, uno de los trabajadores del aeropuerto de Barajas que pudo ver el cadáver de Adonis Guerrero, el joven de 23 años que huyó de Cuba en julio de 2011 en el tren de aterrizaje de un vuelo de Iberia.
El tórax aplastado, desfigurado por múltiples cortaduras y por los signos de dolor y terror que aún eran visibles en el rostro cubierto de sangre, son elementos que hablan de la desesperación que debió invadir a quien se arrojó al lance suicida de escapar de un encierro.
Del centenar de casos de personas escondidas en aviones, reportadas en todo el mundo desde finales de los años 40, de acuerdo con los datos registrados por la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos, solo cerca del 20 por ciento ha logrado sobrevivir a la travesía.
Cuba se destaca en los primeros puestos como uno de los países con más víctimas mortales, así como sobrevivientes.
En junio de 1969, los jóvenes Armando Socarrás y Jorge Pérez Blanco (de apenas 18 años) escaparon en el tren de aterrizaje de un avión que volaba a Madrid. Cuarenta años más tarde, en agosto de 2019, un trabajador del aeropuerto de La Habana llegaba a Miami en la bodega de carga de una aeronave de la compañía Swift Air.
Pero ya antes, en diciembre de 2002, otro joven trabajador del aeropuerto José Martí, Víctor Álvarez Molina, de 22 años, hubo de sobrevivir a la hipotermia severa que sufriera por viajar cinco horas escondido en un DC-10 de Cubana de Aviación en la ruta La Habana-Montreal.
Pero no fueron esos los únicos escapes e intentos de escape sorprendentes. Por ejemplo, está el caso de Sandra de los Santos, estudiante de Derecho de la Universidad de La Habana, que en 2005 se escondiera en un bulto postal de DHL, para una travesía aérea desde Bahamas a Estados Unidos; o los de Maikel Fonseca Almira y Alberto Esteban Vázquez (de 16 y 17 años, respectivamente), quienes ya fallecidos por hipotermia, cayeron desde una aeronave de British Airway en las cercanía de Londres, durante la Navidad del año 2000, como para remarcar que el arribo de Cuba al nuevo milenio apenas traía más de lo mismo para las nuevas generaciones.
Estos dos últimos eran estudiantes de una escuela militar de Guanabacoa, ejemplos de “hombre nuevo” como los dos soldados del Servicio Militar de un regimiento de Managua, en las afueras de La Habana, que a finales de los años 90, a punta de fusil, intentaron secuestrar un avión que pudiera llevarlos a dónde fuera, incluso a la muerte.
No corrieron con la misma suerte José Manuel Acevedo Cárdenas, de 20 años, y Alepis Hernández Chacón, de 19, cuando en julio de 1991 lograron colarse en el tren de aterrizaje de un DC-10 de Iberia que cubría los cerca de 9.000 kilómetros que separan a La Habana de Madrid.
Los cuerpos de estos dos muchachos se convirtieron en hielo, como sucedería años después con Adonis, quien permaneciera semanas sin identificar en una morgue de la capital española como destino final del que fuera su primer y único viaje. Los tres chicos iban con ropa ligera de verano, como si marcharan a un día de playa, como si la decisión de largarse de Cuba hubiese sido tomada sin pensar en las consecuencias, con la ingenuidad o la fantasía de cualquier niño o con el ensimismamiento y la irreflexión de la locura.
Igual muy jóvenes eran Roberto, de 24 años, y Wilfredo, de 20. El primero sobrevivió en el 2000 a un viaje de 15 horas hasta París dentro de un contenedor de carga de Air France. Un sacrificio en vano porque las autoridades francesas le negaron el asilo, quizás bajo los efectos de esa misma ceguera “diplomática” que, por temporadas, padecen los gobiernos. Desafortunadamente la mayoría.
El segundo joven, que viajaba descalzo en el espacio de poco más de un metro cuadrado del tren de aterrizaje de un avión de LTU con destino a Dusseldorf, Alemania, fue hallado sin vida en julio de 2004.
Algunos veranos antes, en 1999, Félix Julián García, de 28 años, también encontró la muerte en un Boeing 777 de British Airway. Desde los 19 había comenzado sus intentos de escapar de la Isla por lo cual fue a prisión en dos ocasiones.
Apenas un mes después de su muerte, en el mismísimo umbral entre el viejo y el nuevo milenio, el cadáver de Roberto García, entre las pocas víctimas con más de 40 años de edad, fue hallado en un aeropuerto italiano, después de pasar días atorado en el tren de aterrizaje de un avión de la compañía Eurofly que había tocado tierra cubana por Santiago de Cuba.
La lista de casos similares no es demasiado extensa aunque sí de sobra pasmosa, pero mucho más lo sigue siendo la de balseros desaparecidos, tragados por las aguas, la de los miles de cuerpos de jóvenes, niños y niñas, mujeres y hombres de cualquier edad perdidos en las selvas o secuestrados y torturados por pandillas.
La historia del proceso migratorio cubano —que en virtud del encierro y la represión debería ser considerada como una larga e interminable fuga, una serie de sucesivos escapes— es sin dudas una historia de hazañas pero, además, de tragedias que han tenido como escenarios el mar, las selvas de Centroamérica, los bosques helados de Europa del Este hasta Siberia y el inhóspito estrecho de Bering.
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