Entrevista al galerista y editor Orlando Blanco Varona: "Castro traicionó al pueblo de Cuba entregándole a PSP las riendas del poder". Por William Navarrete. Cubanet.
Entrevista al galerista y editor Orlando Blanco Varona: Castro traicionó al pueblo de Cuba entregandole a PSP las riendas del poder. Por William Navarrete.
Cubanet
8 de octubre de 2023
Dibujo de Orlando Blanco por Pierre Vogel (Tomado de L'Art à Genève)
PARÍS, Francia. – Sobre Orlando Blanco, su esposa Dolores y su galería-casa de ediciones Editart oí hablar apenas llegado a París. Los pintores cubanos exiliados en la capital francesa tenían muchos vínculos con ellos, al punto de considerar a Blanco como “nuestro hombre en Ginebra”, una ciudad en la que ha vivido durante los últimos 53 años.
Para mí, Orlando Blanco era alguien que se había dedicado toda su vida al arte y al mundo de la edición. Mi sorpresa fue grande cuando, a través de esta entrevista, me fui enterando de su “otra vida”, la que cubre el periodo entre su adolescencia y la llegada definitiva al exilio, marcada por su activismo político en la Isla y por haber sido un actor del movimiento obrero y estudiantil del convulso periodo que precedió al triunfo de la insurrección en 1959.
Tenía pendiente esta entrevista a alguien que conozco desde la década de 1990, con quien me carteaba a menudo y con quien me había encontrado en algún evento cultural del que ahora ninguno de los dos logra precisar fecha y lugar. El caso es que el tiempo fue pasando, nos perdimos de vista y, al cabo de varios años, gracias al investigador belga-chileno Rafael Pedemonte y al musicólogo y escritor francés Marcel Quillévéré, que lo habían visitado recientemente, pude restablecer el vínculo perdido.
―Como con todos mis entrevistados, me gustaría conocer algo sobre sus orígenes familiares, su patria chica y sus primeros pasos por la vida.
―Nací el 6 de enero de 1930 en la ciudad de Camagüey, antigua villa colonial fundada como Puerto Príncipe, entre las siete primeras de Cuba. Mis padres eran de orígenes modestos y en el hogar tenían que mantener a cinco hijos. Luis Salustiano Blanco Suárez, mi padre, tuvo varios oficios, desde torcedor de tabacos y ebanista hasta militar, ámbito en el que llegó a alcanzar el grado de capitán y en el que ejerció como fiscal del Ejército. Mi madre, Concepción Varona Alonso, era camagüeyana, de padres cubanos, profesora de violín y de pintura al óleo. Mi abuelo paterno era gallego, de Lugo. Los restantes abuelos eran cubanos, pero no conocí a ninguno de los cuatro.
Vivíamos en la calle General Gómez, a apenas dos manzanas del puente sobre el río Tínima, cuando la calle empezaba a dar inicio a la ciudad. De niño era muy enfermizo, con lo cual mi educación primaria fue irregular pues pasaba largos periodos sin asistir a clases. Nunca se supo lo que tuve, pero puedo decir que si he pasado los 90 años de edad debe ser porque tengo muy buena genética ya que el médico de mi niñez hizo todo lo necesario para que no hiciera el cuento. Imagínate que me sacaban sangre, la mezclaban con hiposulfito de sodio y me la volvían a inyectar. Era lo que hacían para aliviar los dolores. Con el tiempo y en retrospectiva se piensa que tenía problemas renales, pero en esa época no lo diagnosticaban como ahora.
―¿Dónde cursaste la enseñanza secundaria?
―Antes entrabas en los estudios secundarios a los 12 años y los culminabas con el bachillerato a los 18. Tuve que prepararme para los exámenes que me permitían entrar en el Instituto de Camagüey, pues como dije había faltado a una buena parte de los estudios primarios. Por cierto, me preparó para esos exámenes una hermana del poeta Nicolás Guillén, que también vivía en la misma calle que nosotros. Así fue como ingresé en el Instituto en 1942 y en el cuarto año, que era cuando uno escogía Letras o Ciencias, yo opté por Ciencias, específicamente Farmacia, de la que solo cursé un año.
―¿Continuaste luego los estudios universitarios?
―En cuanto terminé el bachillerato, con 18 años, me fui a La Habana. Mi deseo era entrar en la Universidad, pero como tenía que trabajar para mantenerme la única opción que me quedaba era trabajar de día y cursar la universidad en los cursos nocturnos. En ese entonces la única carrera que se podía estudiar de noche era la de Ciencias Comerciales, un poco el equivalente de los estudios de Economía hoy. De día trabajaba en la oficina de Ortega y Fernández, una especie de “holding” que se ocupaba de la importación de cementos, maquinarias agrícolas, y esas cosas, y de noche seguía la carrera. Lo cierto es que nunca practiqué lo que estudié. Indirectamente sí, en la oficina, porque era el tenedor de los libros de contabilidad, o sea, que llevaba los registros de lo que entraba y salía de la empresa. Allí permanecí hasta que, por exámenes, pude entrar en 1952 en la Compañía Cubana de Electricidad, en la sección del Gas.
Mi aspiración hubiera sido estudiar Marina Civil, pero esa carrera no existía en Cuba. La gente que quería entrar en la Mercante lo que hacía era estudiar en la Academia Naval y al cuarto año renunciaba; entonces, con el nivel adquirido era aceptada en la Mercante. Yo lo intenté, pero justo cuando iba a entrar en junio de 1952 había ocurrido el golpe de Estado de Fulgencio Batista, poco antes, y eso hizo que renunciara al proyecto.
―¿Qué incidencias tenía la vida política de entonces en el joven Orlando Blanco?
―Mucha. Desde la época de estudiante del Instituto de Camagüey, a los 14 años de edad, fundé junto a Faure Chomón Mediavilla ―quien fue luego comandante de la Revolución―, Jorge Enrique Mendoza Reboredo y otros estudiantes camagüeyanos, un movimiento que llamamos “Vanguardia Cívica Juvenil en Marcha”, nombre largo con el que no íbamos a ningún lado, pero teníamos el brío que aporta la juventud. Quiere esto decir que, desde muy temprano, era parte de la juventud que buscaba la manera de cambiar las prácticas políticas de Cuba.
En 1946, cuando Grau San Martín y el Partido Revolucionario Cubano Auténtico ganaron las elecciones en cinco de las seis provincias hicieron un pacto con el Partido Republicano (conservador), fundado en 1943 y encabezado por Guillermo Alonso Pujols. El caso fue que el candidato aclamado para la alcaldía de Camagüey era Ramón Pereda Pulgares, a quien el pueblo quería; pero por el pacto en cuestión querían imponer a sus propios candidatos y ejercieron presión para anular la candidatura de Pereda. Para convencer a los camagüeyanos enviaron al senador Manuel Antonio de Varona Loredo. La gente se lanzó a las calles y en esa manifestación, con 16 años, estaba yo. En un momento tuve a Varona cerca y se me ocurrió gritarle que no tenía vergüenza. Encolerizado hizo ademán de sacar su pistola y, por suerte, la gente se apartó para que yo pudiera correr y escapar porque de lo contrario hubiera sido capaz de balearme allí mismo.
La corrupción era un hecho innegable, y al respecto voy a contarte una anécdota de algo que me contó un amigo cercano al hermano del presidente Carlos Prío Socarrás. Resulta que cuando este comienza su mandato presidencial en 1948 en el Ministerio de Hacienda trabajaba un destacado profesor y experto en cuestiones económicas. Pero al llegar Prío al poder puso al frente de ese Ministerio a Antonio Prío, su propio hermano. Al ocupar su puesto reunió a todos los jefes y lo primero que les dijo fue que él no había venido a cambiar nada. Pero citó en privado a ese profesor y le preguntó si en ese puesto se podía robar algo. Con lo cual, este le respondió que la única forma de hacer trampas era cuando cambiaban los billetes de banco pues la parte no recuperada pasaba a formar parte de una reserva y se acreditaba entonces en los registros. Entonces Antonio Prío le respondió: “Muy bien, incineraremos 10 millones solamente porque este es un gobierno honrado”.
Orlando Blanco, en 1950 (Foto: Cortesía)
―¿Y con el golpe de Estado de 1952?
―Los jóvenes militantes de entonces queríamos cambiar la situación política cubana. De modo que el golpe de Batista fue el incentivo que unió a todos los que de una forma u otra deseábamos ese cambio.
Como en Cuba el Servicio Militar no era obligatorio, una de las primeras cosas que creamos fue una “escuela de armas” clandestina a través de una de las asociaciones estudiantiles. La fundamos con Luis Miguel Hernández, que había sido policía durante el gobierno del Partido Auténtico Cubano, el ingeniero José Casas, Faure Chomón, Rubén Aldama y otros. La Universidad en aquel momento se había llenado de maleantes. Era la época en que Fidel Castro formaba parte de la Unión Insurreccional Revolucionaria (URI), una de esas asociaciones gansteriles que agitaban la vida universitaria.
Cuando Fidel ataca el cuartel Moncada en 1953, Faure Chomón y yo salíamos de la Universidad en un jeep y la policía nos detuvo porque le caímos sospechosos y estuvimos detenidos todo un día en los locales de la dirección general de la policía.
―¿Conociste a Fidel Castro personalmente?
―La primera vez que lo vi fue durante los entrenamientos de la escuela de armas de la que te hablé. Fue en 1952 y él vino a visitarnos para ver el funcionamiento, pero también porque estaba reclutando gente para lo que pensaba hacer en Santiago de Cuba, o sea, el ataque al cuartel Moncada.
Personaje inquietante, lo más impresionante era la prodigiosa memoria que tenía porque años después, en 1959, tras el triunfo de la Revolución, regresé de mi primer exilio en Miami, integré el Frente Obrero Nacional (FON) y fui elegido secretario de Trabajo de la Federación de Plantas Eléctricas de La Habana. Organicé entonces la única manifestación del movimiento obrero después de 1959 y saqué los camiones a la calle para protestar contra el ministro del Trabajo que protegía a los rompehuelgas. Fuimos al Palacio Presidencial donde se celebraba un Consejo de Ministros. Solicitamos ver al ministro de Trabajo. Para sorpresa nuestra, Castro salió también pidiendo explicaciones para saber qué significaba aquella manifestación. Después de escucharnos, nos dijo que estas manifestaciones ya no eran necesarias porque, habiendo triunfado la Revolución, se solucionaban todos los problemas. A continuación, le dijo al ministro de Trabajo que no entendía su actitud porque era muy fácil optar, ya que de un lado estábamos nosotros los revolucionarios y del otro los rompehuelgas. Y acto seguido se volteó hacia mí y me dijo: “A ti yo te conozco de algún lado”. Y le respondí que de la “escuela de armas” por la que él tanto se había interesado.
Otro hecho importante fue su célebre discurso del 8 de enero 1959 en el que dice la famosa frase “armas para qué”, un verdadero ataque al Directorio Revolucionario, el cual protestó de sus injustas acusaciones. Varios miembros de la dirigencia del Directorio fueron a visitar a Castro.
El caso es que, en ese mismo momento, para desviar la atención, como muy bien sabía hacer, dijo que lo importante era que el pueblo nos viera juntos haciendo la Revolución y nos invitó a las laderas de la Sierra Maestra para que fuéramos testigos del momento en que procedería a dictar y aplicar la primera Ley de Reforma Agraria.
Orlando Blanco, en 1959 (Foto: Cortesía)
―¿Dices que te exiliaste una primera vez durante el Gobierno de Batista?
―En 1958 yo seguía trabajando en la Compañía de Electricidad y militando en el Directorio Revolucionario. Por las actividades en las que estaba implicado vino, a fines de mayo de 1958, la policía con uno de los esbirros de Esteban Ventura llamado “Miguelito El Niño” ―quien, por cierto, había servido de chofer a Fidel Castro en su etapa gansteril― a mi trabajo. Pude escapar huyendo por detrás. Me escondí en la casa de un abogado a la espera de encontrar una embajada que me diera asilo, cosa ya muy difícil en aquel momento. Pude asilarme finalmente en la de Ecuador a sabiendas de que el Gobierno de Batista no estaba dando salvoconductos a nadie que perteneciera al Directorio Revolucionario. Tuve la suerte de que pude conseguir uno gracias a Arturo Hernández, quien había sido senador, camagüeyano como yo, y que intercedió por mí.
Por suerte también tenía pasaporte, ya que lo había hecho tiempo atrás cuando un tal Valentín González, a quien llamaban “El Campesino”, había llegado a Cuba traído por Rolando Masferrer y había venido a vernos para implicarnos en la organización de las milicias revolucionarias bolivianas. Ese señor había sido pistolero en su Badajoz natal, soldado en la guerra del Rif, general improvisado de la Guerra Civil Española y miembro del Partido Comunista español. Exiliado en Moscú al final de la guerra y recibido como un héroe por Stalin, este termina deportándolo a Siberia, por sus frecuentes indisciplinas, pero de allí escapó atravesando a pie la frontera con Irán, fue capturado, reenviado a Siberia y se volvió a escapar a través de Irán por segunda vez antes de llegar a Cuba en donde también estuvo preso porque Batista lo prendió en un momento dado. Nada, el perfecto aventurero y malhechor. Cosa de la que nos dimos cuenta poco después cuando ya teníamos hecho el pasaporte. De modo que nos negamos a seguir con su proyecto.
Fue entonces que, aprovechando que ya estaba fuera de Cuba, Faure Chamón me dio la misión de ser uno de los firmantes del llamado “Pacto de Caracas” que significaba la unidad y una estrategia común por parte de todas las organizaciones revolucionarias que luchaban entonces contra la dictadura de Batista. El Pacto se firmó el 20 de julio de 1958 en la capital venezolana e incluía a unas 11 organizaciones entre las que figuraban el M-26 de Julio (encabezado por Fidel Castro), la Federación Estudiantil Universitaria (representada por José Puente y Omar Fernández), el Movimiento de Resistencia Cívica (encabezado por Ángel María Santos Bush), el Grupo Montecristo (con el capitán Gabino Rodríguez Villaverde y Justo Carrillo Hernández), el Partido Demócrata (con Lincoln Rodón al frente), entre otras. Yo me encontraba entre los firmantes, representando a la Unidad Obrera junto a José M. Aguilera, Ángel Cofiño, David Salvador, Pascasio Lineras y Lauro Blanco. Fue un mes después, y desde Miami, que se designó a José Miró Cardona como coordinador general.
En el exilio participamos activamente en apoyar la lucha contra Batista, a pesar de que las autoridades estadounidenses nos vigilaban. Incluso cerraron la emisora radial a través de la cual hacíamos transmisiones hacia la Isla.
―Me imagino que eres de los primeros en regresar a la Isla tras el triunfo del 1° de enero de 1959. ¿En qué momento te das cuenta de que una dictadura remplazaría a la otra?
―En efecto. Como era parte activa del Directorio y del movimiento obrero me pongo inmediatamente a trabajar en lo que creíamos iba a ser una nueva sociedad. Faustino Pérez, entonces ministro de Recuperación de Bienes Malversados, nos entregó un edificio recién construido por el régimen anterior, en la calle Primera, entre C y D, en el Vedado, para que acogiéramos a los que venían de la Sierra y que no tenían dónde vivir.
En octubre de 1959 Aníbal Escalante, Secretario de la Organización del PCP (Partido Comunista), nos dijo que quería reunirse con la Dirección del Directorio Revolucionario. Esta reunión se celebró en el apartamento donde vivía Faure Chomón, el cual me invitó a que estuviera presente. Allí descubrí el doblez de este hombre, capaz de hacer una autocrítica en la que renegaba de su alianza con Fulgencio Batista en 1940. De esta reunión se derivaba una consecuencia nefasta para la verdadera Revolución, o sea, para quienes manteníamos el ideal de una Cuba democrática sin corruptos ni violaciones. La reunión y la autocrítica de Aníbal Escalante revelaban el pacto secreto entre Fidel Castro y el Partido Socialista Popular, la organización que menos prestigio tenía, la que menos había hecho durante la lucha contra Batista y la que era un nido de corruptos estalinistas.
Fue en ese momento en que me di cuenta de que la Revolución iba a ser traicionada y de las verdaderas intenciones de hegemonía de poder de Fidel Castro. Y no me equivoqué porque en julio de 1961, a medida que los comunistas de la vieja guardia del PSP conseguían puestos claves en el Gobierno, anunció la creación de las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), como paso previo para crear luego, el 26 de marzo de 1962, el Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (PURSC) y el fin del multipartidismo e imposición del totalitarismo.
―¿Qué sucedió entonces? ¿Por qué te quedas en el país?
―Los que habíamos luchado a brazo partido por restablecer la democracia en Cuba no concebíamos que el proyecto por el que tantos sacrificios se hicieron terminara en una dictadura, aún más feroz e implacable que aquella que habíamos combatido.
Poco a poco, la gentuza del PSP, que no había dudado en abrazar el estalinismo y que tenía un historial de asesinatos sórdido comenzó a apropiarse, con el beneplácito y la autorización de Fidel Castro, de los puestos esenciales de la vida política cubana. Así entraron en la gran escena personajillos deleznables como Lázaro Peña, Blas Roca, Carlos Olivares, Joaquín Ordoqui, Edith García Buchaca, Carlos Rafael Rodríguez, Severo Aguirre, Osvaldo Dorticós Torrado, Juan Marinello, Osvaldo Sánchez, entre los viejos lobos gestores del comunismo en Cuba desde la década de 1930. Castro traicionó al pueblo de Cuba entregándole a la jerarquía desprestigiada del PSP las riendas del poder, a cambio de que se le reconociera a él como el César.
A mí me mandaron al MINREX (Ministerio de Relaciones Exteriores) como director de Información, un puesto en el que me mantuve hasta 1964, año en que la Seguridad del Estado decidió que ese puesto debía ser exclusivamente de su incumbencia. Entonces caí en un limbo y empezaron a proponerme otros puestos en el extranjero, una manera de deshacerse de los que no comulgábamos con la deriva totalitaria del régimen. Y, finalmente, a sabiendas de que lo mejor era salir del país, acepté el de encargado de Negocios en Berna (Suiza).
―¿Cuándo rompes definitivamente con el régimen castrista?
―En marzo de 1967 entregué mi puesto y salí de la embajada. El año anterior había estado en Cuba visitando a mi madre que estaba enferma cuando, el 3 de noviembre de 1966, al llegar al aeropuerto de La Habana y, a pesar de que afuera me estaba esperando Faure Chomón, me arrestan. Había sido una orden del inefable Manuel Piñeiro Losada, conocido como “Barbarroja”, jefe de los servicios secretos de Fidel Castro y fundador del represivo G-2. Me acusaban de haber participado en la organización de un atentado planeado contra Fidel Castro en 1964.
Cuando logré, gracias a la influencia de Faure Chomón, salir, ver a mi madre y regresar a Suiza, renuncié definitivamente a mi puesto en la Embajada cubana en Berna y nunca más regresé a la Isla.
―¿Qué hiciste entonces para poder vivir en Suiza?
―Logré un puesto de temporero en la Sede de las Naciones Unidas en Ginebra. Y permanecí 21 años en él. Como no era personal de la Organización, sino independiente, el gobierno castrista no podía ejercer presión para que me echaran. Mi trabajo era tratar toda la correspondencia no identificada que llegaba a la Sede, es decir, me ocupaba de enviarla a las secciones adecuadas, no de tratarla ni de responderla. Toda la valija diplomática que llegaba al secretario general la despachaba a los lugares correspondientes.
―Pero tu labor fundamental, por la que todos te conocen ha sido en el ámbito de la edición y, sobre todo, de la difusión de arte y publicaciones sobre este tema a través de Editart. ¿Cuándo surge esta vocación y cómo?
―En paralelo a mi trabajo en Naciones Unidas comencé a interesarme desde 1967 en los temas artísticos. Conocí a Daniel Argimón, pintor catalán, que me introdujo en este ámbito. Por otra parte, tenía una estrecha relación de amistad con Carlos Franqui, quien ya se había exiliado y decidido no regresar nunca más a Cuba. Franqui no tenía trabajo y comenzó a colaborar con la revista Derrière le miroir, de la Galería Maeght de París, escribiendo textos sobre pintores que él mismo había invitado al Salón de Mayo de La Habana en 1967. Para ayudarlo, 15 pintores le dieron una plancha (Valerio Adami, Asger Jorn, Joan Miro, Corneille, Antoni Tapiès, Alexander Calder, Paul Rebeyrolle y los cubanos Wifredo Lam, Agustín Cárdenas y Jorge Camacho), con la que se publicó en 1971 un libro titulado El Círculo de Piedra, en los talleres del grabador y editor Giorgo Upiglio, en Milán.
Yo me había casado en 1970 con Dolores, mi esposa actual, y comenzamos la aventura editorial con Upiglio. Carlos Franqui y su familia habían venido a vivir con nosotros a Ginebra.
En 1972 realizamos nuestro primer libro titulado Cinco originales, con textos manuscritos de José A. Goytisolo, Juan Arcocha, José Ángel Valente, Carlos Franqui y mío, ilustrado con cinco serigrafías del artista catalán Lluis Pessa.
En 1975, en la avenida Pictet-de-Rochemont, N° 17, inauguramos nuestra primera galería de arte, donde se daban cita artistas de diversas latitudes con muchas actividades culturales, conferencias, encuentros, lecturas, música, etc. Ese mismo año, se me ocurrió realizar el libro que considero uno de los más importantes de nuestra aventura: Poemas para mirar, con la participación de seis artistas: Valerio Adami, Alexander Calder, Jorge Camacho, Joan Miró, Paul Rebeyrolle, Antonio Tapies y poemas manuscritos de Carlos Franqui. A la presentación de este libro en nuestra galería, que fue acompañada de originales de todos estos pintores, asistieron Joan Miró, Antonio Tapies, Paul Rebeyrolle; fue muy visitada por el público.
―En 2020 Editart celebró su 50 aniversario. Imposible resumir todo lo que ha publicado y difundido desde entonces, pero, ¿podrías intentarlo?
―En 2020 la municipalidad ginebrina de Chêne-Bougeries celebró en el Espacio Nouveau Vallon los 50 años de Editart. Viendo reunido el cúmulo de años de trabajo es que pudimos darnos cuenta de todo lo que hemos logrado. Entre los artistas y autores cubanos que forman parte de nuestro catálogo figuran Cundo Bermúdez, Jorge Camacho, Joaquín Ferrer, Enrique Gay García, José María Mijares, Baruj Salinas, René Francisco y Eduardo Chillida, la colombiana Gloria Ávila, los venezolanos Cristina Stein y Alfredo Silva Estrada, el peruano Américo Ferrari, los japoneses Kouji Ochiai y Masafumi Yamamoto, y muchos más, franceses, italianos, rusos, etc. Fue muy importante la colaboración de poetas y escritores como Michel Butor, Yves Bonnefoy, Sylviane Dupuis, Bernard Noël, María Zambrano, Jean Starobinski … y artistas como Claude Garache, Antonio Tapies, José Venturelli, Zao Wou-ki… En total un centenar de libros de arte y de grabados realizados con nuestros propios medios y con la ayuda del Círculo de Amigos de Editart, cuyo apoyo ha sido esencial durante las tres últimas décadas.
La celebración fue también una oportunidad para recordar a Carlos Franqui, quien en 1980 tuvo la iniciativa de organizar en la ciudad de Montecatini-Terme, donde residía, un homenaje a Miró llamado MAGGIO MIRO. Franqui invitó a más de 100 artistas y nos propuso que seleccionáramos a los suizos para que durante una semana pintaran al aire libre en los jardines de las termas y, de este modo, dotar al museo de arte de esa ciudad las obras donadas por estos al final de su estancia junto a una inmensa obra que envió Joan Miró como agradecimiento de este homenaje.