La voz en Suecia de los cubanos cívicos de intramuros y del exílio

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JOSÉ MARTÍ Y LA UNIDAD COMO ANTÍDOTO ANTE LA DICTADURA: UN LEGADO VIVO PARA CUBA. Por el Dr. h.c. Frank Braña Fernández, Abogado.

Dr. h.c. Frank Braña Fernández, Abogado En un rincón de la historia donde convergen la poesía, la espada y la conciencia crítica de una nación, permanece inalterable la figura de José Martí. Cada 19 de mayo, fecha de su caída en Dos Ríos, vuelve a nosotros no como un mártir momificado por los discursos oficiales, sino como una urgencia. Martí no es un símbolo inerte; es una herida abierta en el alma de Cuba. Su muerte no marca un final, sino una tarea inconclusa.

Y es que hay muertes que iluminan, que desgarran no por la pérdida, sino por el contraste que establecen con la realidad presente. Martí murió para que Cuba fuera libre, no para que se encadenara bajo una nueva forma de opresión. Murió por la unidad de su pueblo, no para que el poder se erigiera sobre la fractura, la represión y el silencio forzado. Si hay algo que su pensamiento rechaza de plano es el uso de su nombre para justificar lo que combatió toda su vida: la tiranía, el culto a la autoridad, la sofocación del alma cívica.

Hoy, cuando en la isla todavía se castiga la disidencia y se aplasta el derecho a pensar distinto, el ideario martiano resuena como un llamado a la unidad, pero no cualquier unidad. Martí no soñó con la uniformidad del pensamiento ni con la obediencia mecánica al poder. Soñó con una Cuba plural, tejida desde la diversidad y no desde la imposición. La unidad de Martí era aquella que se forjaba entre hermanos distintos, capaces de convivir y luchar juntos por un bien común: la libertad. “Con todos y para el bien de todos” no era un eslogan; era una advertencia contra el sectarismo que hoy parece haberse instalado como sistema.

En un tiempo en el que se disfraza la censura de patriotismo y se castiga la crítica como traición, Martí vuelve a ser ese faro incómodo. No sirve solo para recitarlo en aniversarios o para ponerlo en monedas. Martí interpela, desestabiliza, exige. No basta con venerarlo: hay que confrontarse con él. Y cuando uno lo hace, comprende que su Cuba no tenía partido único, ni presos políticos, ni exiliados a la fuerza. Su Cuba era una república cimentada en la virtud, en la participación del pueblo, y en la defensa inclaudicable de la dignidad humana.

La vigencia de su pensamiento, más que nunca, se mide en su capacidad de convocar a los cubanos —de dentro y de fuera— a superar la fragmentación. La dictadura se sostiene, en parte, gracias a la desunión. Martí lo sabía, por eso dedicó su vida a unir. Unir sin anular. Unir respetando. Su lucha por la independencia fue, al mismo tiempo, una lucha por el alma del país. Hoy, esa alma sigue secuestrada bajo un régimen que teme al debate, que criminaliza la diferencia y que convierte la discrepancia en delito.

Frente a eso, Martí ofrece una lección irrefutable: el poder que no nace del amor a la justicia está condenado a perecer. Y el amor a la justicia solo germina cuando el pueblo se siente parte real de su destino. La Cuba del presente necesita recuperar ese horizonte. No desde el odio, sino desde el coraje. No desde la venganza, sino desde la memoria. Y sobre todo, desde la convicción de que ningún poder, por más antiguo que sea, tiene derecho a sofocar el aliento vital de un pueblo que desea vivir con libertad y dignidad.

Martí no está muerto. Muere, sí, cada vez que su nombre se usa para justificar el sometimiento. Pero revive con fuerza en cada voz que exige verdad, en cada gesto de rebeldía pacífica, en cada abrazo entre cubanos que, a pesar de las diferencias, deciden caminar juntos por una patria sin dictadura.

El verdadero homenaje no está en las flores ni en las estatuas. Está en la unidad lúcida, consciente y valiente de quienes aún creen que Cuba puede —y debe— ser libre. Por eso, en este nuevo aniversario, Martí no es pasado: es futuro. Y nos convoca.